Deberíamos repetir el éxito de la
entrega de Hong Kong y prepararnos para darle las islas a Argentina.
El problema de las Malvinas -uno de
los dos problemas postcoloniales verdaderamente contenciosos que le
quedan a Gran Bretaña, Gibraltar es el otro- se está intensificando otra
vez, y de manera siniestra. Se están convocando embajadores, se están
haciendo declaraciones en las asambleas nacionales, se están dando
discursos belicosos, se están desempolvando viejos planes de invasión y
se están reconsiderando reacciones de defensa navales a larga distancia;
y todo ello con un cansado suspiro de exasperación y lamentos de "¿cómo
se llegó a todo esto otra vez?".
El petróleo es una respuesta, el pescado es otra, así como el orgullo nacional, considerado oficialmente "en riesgo" otra vez, tanto en Londres como en Buenos Aires. Los principios políticos soberanos (la autodeterminación de los isleños, de manera notable) se desafían. Los modos de vida de la isla largamente venerados (scones a la hora del té, conducir por la izquierda, recolectar algas marinas, hablar en inglés) están en la cola.
Si el tiempo se acelera, podríamos ver hablar de 1982 otra vez. Lo que es actualmente un problema podría convertirse luego en una crisis. Después de un intervalo de treinta años, sale a la palestra el pensamiento de que el tesoro difícilmente permitido podría gastarse bien otra vez y la valiosa sangre derramarse una vez más para hacer frente a un problema que Jorge Luis Borges ridiculizó como "dos hombres calvos luchando por un peine" durante el último enfrentamiento desordenado entre Argentina y Gran Bretaña.
Tenía razón entonces y sería correcto si alguien lo dijera otra vez. Otra guerra sería inútil. Seguramente haría que la última haya sido casi totalmente inútil. Y si los británicos nos molestamos en pelearla con nuestras fuerzas considerablemente disminuidas, probablemente perderíamos. Esas son las crudas realidades que deben considerarse en Whitehall. Seguro lo piensa, en los polvorientos rincones del departamento de Estado, un gobierno estadounidense que ha señalado que de ninguna manera vendría esta vez en nuestra ayuda, ni abierta ni secretamente. No deberíamos ser tan necios ni miopes como para intentar resolver este problema una vez más con pistolas.
Sin embargo, es un problema que podría resolverse, y en su totalidad, con diplomacia y sentido común. Podría y debería resolverse, en particular porque es bastante absurdo que nuestra relación con un país latinoamericano importante sea tan incómoda por esquivar un problema tan mezquinamente. Hay al menos dos precedentes para guiarnos, y uno de ellos involucra a una nación que la mayoría de los británicos consideraría tan poco fiable como hemos considerado siempre a Argentina.
Este precedente involucra a China. Este es un país que tiene un registro de derechos humanos miles de veces más espantoso que el de Argentina -y aún nosotros los británicos hemos confiado implícitamente desde 1997 que los chinos, según lo acordado, cuidarían y quedarían bien con seis millones de ex ciudadanos británicos de nuestra antigua colonia en Hong Kong. La garantía que les obligamos a firmar (entendiendo que "obligar" es cómo Whitehall elige a ver las cosas) sostenía que, durante 50 años después de la entrega del 30 de junio de 1997, se preservaría el modo de vida de la población local (té oolong en el Salón Clipper, revistas porno con papel pegajoso aplicado en las partes picantes, concesionarios de Rolls Royce en cada esquina, zapatos blancos sólo en el Club de recreación de damas, una escala fija de remuneración para las criadas de Filipinas).
Fácilmente se concedió la soberanía china sobre el territorio (no podría haber ninguna otra discusión sobre ello, realmente, ya que China era propietaria del suministro de agua y tenía un ejército diez veces más grande que el nuestro) pero el estilo de vida colonial se podría conservar. Y debe admitirse que, a pesar de disparar a presos y encarcelar a Ai Weiwei y de excluir a su gente de Facebook y Twitter, China más o menos ha cumplido su promesa con nosotros y con Hong Kong. Un país, dos sistemas: esta idea que suena radical y que avanzó a fines de los 80 ha funcionado desde entonces, y de forma casi impecable.
El precedente Nº 2 es, sin embargo, el más interesante y posiblemente el más relevante. Se trata de un archipiélago disperso en el norte del mar Báltico, las Islas Aland. Está situado casi exactamente a mitad de camino entre los acantilados ahogados por el mar de Finlandia y de Suecia; gracias a los dramas geopolíticos excesivamente complejos del Báltico (que involucran principalmente la hegemonía rusa y las guerras con Francia) se encontró poblado, después de la Gran Guerra, casi en su totalidad por suecos y aún en la Crisis de Aland en 1921, reclamado por Suecia y Finlandia.
La Liga de Naciones fue presionada para que realizara su primer servicio de arbitraje, causando fascinación en todo el mundo y una inmensa conmoción internacional. Incluso Japón intervino, argumentando en favor de Finlandia (principalmente para asegurarse el voto de Finlandia si Japón presentara sus propios reclamos por varias islas que quería Corea) que, desde que las Alands fueron geológicamente conectadas a Finlandia y separadas de Suecia por un foso de mar profundo, se deberían considerar finlandesas.
Lo cual es lo que la Liga finalmente votó. Se determinó que la bandera finlandesa podría ondear por la capital, pero que se aplicarían las costumbres y leyes de Suecia (incluyendo el idioma del Gobierno y de la educación ofrecida a los niños) a las personas de Aland. Al principio, los suecos se veían molestos por perder la soberanía; pero desde los años 90, todos en las islas han prosperado y la crisis hace tiempo se ha olvidado.
Sospecho que la próxima crisis de las Malvinas de 2012 se olvidaría también si pronto se pudiera llegar a un acuerdo similar entre Londres y Buenos Aires. No hay necesidad de arbitraje de la ONU ni de nadie: Gran Bretaña y Argentina podrían llegar rápidamente a un acuerdo por sí mismos, si todos se comportaran de forma madura y de buena fe.
En esencia, el acuerdo sería similar a aquél del mar Báltico, con sólo un toque del acuerdo de 1997 para Hong Kong. La soberanía de las Islas Malvinas sería entregada, fundamentalmente, a Argentina. A cambio, ellos darían una garantía firme, inequívoca y respaldada internacionalmente de que se preservaría en las islas el modo de vida británico, digamos, durante el próximo siglo. Si a alguien realmente le importara, todos los nombres locales (Puerto Stanley, Goose Green) quedarían, aunque Gran Bretaña podría y debería permitir a las islas a ser llamadas Las Malvinas (lo cual, en cualquier caso, es un vestigio del colonialismo francés, los colonos originales procedentes de St. Malo).
Y, por lo que respecta al petróleo y el pescado -los asuntos que realmente preocupan a las tres partes- se podría convenir una solución negociada. Tal vez cada uno (Londres, Buenos Aires y Puerto Stanley) recibiría un tercio de los ingresos, y las proporciones cambiarían a medida que van pasando los años.
Los problemas pueden comenzar en esos detalles financieros: las conversaciones podrían tardar años. Pero hablar es mucho mejor que pelear. Siempre y cuando el principio básico -el de intercambiar soberanía por garantías, permitir que una bandera argentina azul ondee sobre la casa de Gobierno de Stanley, sólo mientras un taxi de la isla pueda transitar por Tatcher Drive por la mano izquierda- se acuerde desde el principio. Entonces, algún sentido podrá volver al Atlántico Sur, y podrá evitarse el miedo a esta situación extraña e innecesaria que se dispara nuevamente fuera de control, de una vez por todas.
*Publicado en The Times, de Londres. Winchester es un periodista británico-estadounidense que reside en Nueva York y en una granja en Massachusetts. Cubrió el escándalo de Watergate, que concluyó con la renuncia del presidente Richard Nixon, y es autor de una docena de libros.
El petróleo es una respuesta, el pescado es otra, así como el orgullo nacional, considerado oficialmente "en riesgo" otra vez, tanto en Londres como en Buenos Aires. Los principios políticos soberanos (la autodeterminación de los isleños, de manera notable) se desafían. Los modos de vida de la isla largamente venerados (scones a la hora del té, conducir por la izquierda, recolectar algas marinas, hablar en inglés) están en la cola.
Si el tiempo se acelera, podríamos ver hablar de 1982 otra vez. Lo que es actualmente un problema podría convertirse luego en una crisis. Después de un intervalo de treinta años, sale a la palestra el pensamiento de que el tesoro difícilmente permitido podría gastarse bien otra vez y la valiosa sangre derramarse una vez más para hacer frente a un problema que Jorge Luis Borges ridiculizó como "dos hombres calvos luchando por un peine" durante el último enfrentamiento desordenado entre Argentina y Gran Bretaña.
Tenía razón entonces y sería correcto si alguien lo dijera otra vez. Otra guerra sería inútil. Seguramente haría que la última haya sido casi totalmente inútil. Y si los británicos nos molestamos en pelearla con nuestras fuerzas considerablemente disminuidas, probablemente perderíamos. Esas son las crudas realidades que deben considerarse en Whitehall. Seguro lo piensa, en los polvorientos rincones del departamento de Estado, un gobierno estadounidense que ha señalado que de ninguna manera vendría esta vez en nuestra ayuda, ni abierta ni secretamente. No deberíamos ser tan necios ni miopes como para intentar resolver este problema una vez más con pistolas.
Sin embargo, es un problema que podría resolverse, y en su totalidad, con diplomacia y sentido común. Podría y debería resolverse, en particular porque es bastante absurdo que nuestra relación con un país latinoamericano importante sea tan incómoda por esquivar un problema tan mezquinamente. Hay al menos dos precedentes para guiarnos, y uno de ellos involucra a una nación que la mayoría de los británicos consideraría tan poco fiable como hemos considerado siempre a Argentina.
Este precedente involucra a China. Este es un país que tiene un registro de derechos humanos miles de veces más espantoso que el de Argentina -y aún nosotros los británicos hemos confiado implícitamente desde 1997 que los chinos, según lo acordado, cuidarían y quedarían bien con seis millones de ex ciudadanos británicos de nuestra antigua colonia en Hong Kong. La garantía que les obligamos a firmar (entendiendo que "obligar" es cómo Whitehall elige a ver las cosas) sostenía que, durante 50 años después de la entrega del 30 de junio de 1997, se preservaría el modo de vida de la población local (té oolong en el Salón Clipper, revistas porno con papel pegajoso aplicado en las partes picantes, concesionarios de Rolls Royce en cada esquina, zapatos blancos sólo en el Club de recreación de damas, una escala fija de remuneración para las criadas de Filipinas).
Fácilmente se concedió la soberanía china sobre el territorio (no podría haber ninguna otra discusión sobre ello, realmente, ya que China era propietaria del suministro de agua y tenía un ejército diez veces más grande que el nuestro) pero el estilo de vida colonial se podría conservar. Y debe admitirse que, a pesar de disparar a presos y encarcelar a Ai Weiwei y de excluir a su gente de Facebook y Twitter, China más o menos ha cumplido su promesa con nosotros y con Hong Kong. Un país, dos sistemas: esta idea que suena radical y que avanzó a fines de los 80 ha funcionado desde entonces, y de forma casi impecable.
El precedente Nº 2 es, sin embargo, el más interesante y posiblemente el más relevante. Se trata de un archipiélago disperso en el norte del mar Báltico, las Islas Aland. Está situado casi exactamente a mitad de camino entre los acantilados ahogados por el mar de Finlandia y de Suecia; gracias a los dramas geopolíticos excesivamente complejos del Báltico (que involucran principalmente la hegemonía rusa y las guerras con Francia) se encontró poblado, después de la Gran Guerra, casi en su totalidad por suecos y aún en la Crisis de Aland en 1921, reclamado por Suecia y Finlandia.
La Liga de Naciones fue presionada para que realizara su primer servicio de arbitraje, causando fascinación en todo el mundo y una inmensa conmoción internacional. Incluso Japón intervino, argumentando en favor de Finlandia (principalmente para asegurarse el voto de Finlandia si Japón presentara sus propios reclamos por varias islas que quería Corea) que, desde que las Alands fueron geológicamente conectadas a Finlandia y separadas de Suecia por un foso de mar profundo, se deberían considerar finlandesas.
Lo cual es lo que la Liga finalmente votó. Se determinó que la bandera finlandesa podría ondear por la capital, pero que se aplicarían las costumbres y leyes de Suecia (incluyendo el idioma del Gobierno y de la educación ofrecida a los niños) a las personas de Aland. Al principio, los suecos se veían molestos por perder la soberanía; pero desde los años 90, todos en las islas han prosperado y la crisis hace tiempo se ha olvidado.
Sospecho que la próxima crisis de las Malvinas de 2012 se olvidaría también si pronto se pudiera llegar a un acuerdo similar entre Londres y Buenos Aires. No hay necesidad de arbitraje de la ONU ni de nadie: Gran Bretaña y Argentina podrían llegar rápidamente a un acuerdo por sí mismos, si todos se comportaran de forma madura y de buena fe.
En esencia, el acuerdo sería similar a aquél del mar Báltico, con sólo un toque del acuerdo de 1997 para Hong Kong. La soberanía de las Islas Malvinas sería entregada, fundamentalmente, a Argentina. A cambio, ellos darían una garantía firme, inequívoca y respaldada internacionalmente de que se preservaría en las islas el modo de vida británico, digamos, durante el próximo siglo. Si a alguien realmente le importara, todos los nombres locales (Puerto Stanley, Goose Green) quedarían, aunque Gran Bretaña podría y debería permitir a las islas a ser llamadas Las Malvinas (lo cual, en cualquier caso, es un vestigio del colonialismo francés, los colonos originales procedentes de St. Malo).
Y, por lo que respecta al petróleo y el pescado -los asuntos que realmente preocupan a las tres partes- se podría convenir una solución negociada. Tal vez cada uno (Londres, Buenos Aires y Puerto Stanley) recibiría un tercio de los ingresos, y las proporciones cambiarían a medida que van pasando los años.
Los problemas pueden comenzar en esos detalles financieros: las conversaciones podrían tardar años. Pero hablar es mucho mejor que pelear. Siempre y cuando el principio básico -el de intercambiar soberanía por garantías, permitir que una bandera argentina azul ondee sobre la casa de Gobierno de Stanley, sólo mientras un taxi de la isla pueda transitar por Tatcher Drive por la mano izquierda- se acuerde desde el principio. Entonces, algún sentido podrá volver al Atlántico Sur, y podrá evitarse el miedo a esta situación extraña e innecesaria que se dispara nuevamente fuera de control, de una vez por todas.
*Publicado en The Times, de Londres. Winchester es un periodista británico-estadounidense que reside en Nueva York y en una granja en Massachusetts. Cubrió el escándalo de Watergate, que concluyó con la renuncia del presidente Richard Nixon, y es autor de una docena de libros.
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