Las cosas entran por los ojos, dicen. En el caso de los vinos, su
carta de presentación y primera impresión, es el color. Si bien por
medio de la vista no se pueden determinar la calidad y los adjetivos del
vino, sí podemos intuir algunas pistas que nos entrega su gama
cromática. ¿De dónde salen los colores de los vinos? ¿Cambian con el
tiempo? ¿Es verdad que existen en los vinos tantos colores como en el
mismo arco iris?
Los responsables de los colores de los vinos son, principal y
fundamentalmente, dos familias de compuestos moleculares provenientes en
su gran mayoría de los hollejos de las uvas: los antocianos y las
flavonas. Los primeros se encuentran en las tintas, y las segundas tanto
en las tintas como en las blancas, pero mayoritariamente en estas
últimas. Ambos pigmentos, pertenecientes al reino de los polifenoles, se
hallan en diversas hojas, flores, y frutos, participando activamente de
la coloración de los mismos.
En el caso de los vinos tintos, al producirse el fenómeno de la
maceración durante la elaboración de estos, los hollejos están en
contacto con el jugo, periodo durante el cuál lo van tiñendo,
traspasando paulatinamente los antocianos de los sólidos al líquido.
Este conjunto de moléculas posee distintas tonalidades en la gama de los
azules, púrpuras, rojos y rosados, que le dan el característico color a
la bebida.
Debemos aclarar que existen diferentes tipos de maceraciones
utilizadas en enología: maceración en frío pre-fermentativa, maceración
durante la fermentación, y maceración post-fermentativa. Con cada una de
ellas el viticultor le va dando distintas cualidades al vino, tanto de
color, como de aroma y de volumen en boca. Además, otros actores muy
importantes en el color del vino, son los famosos taninos, que también
son obtenidos durante la maceración.
En lo referente a los vinos blancos, su color se debe al fugaz
contacto de los hollejos con el líquido durante la operación de
prensado, y a una posible maceración en frío pre-fermentativa justamente
para obtener color y aromas. En esos momentos, es cuando las flavonas
pasan de las pieles al jugo. Recordemos que en la producción del vino
blanco no existe la maceración clásica, principal diferencia con
respecto al tinto.
Los antocianos y las flavonas forman parte de los metabolitos
secundarios de la vid, y sus principales funciones en la planta (entre
tantas) son la defensa contra los rayos solares ultravioleta, la acción
antioxidante, la atracción de polinizadores por medio del color y del
olor, el resguardo contra los depredadores, y la protección versus el
viento. Se puede entender así porqué se priorizan las horas de sol y las
brisas en el terruño, más allá de por la obvia maduración del fruto y
su sanidad.
Luego, estando ya en la bodega, transitando su proceso de
elaboración, el vino atraviesa por diferentes transformaciones,
polimerizaciones, esterificaciones, y una gran cantidad de reacciones
químicas. Entre esas reacciones, podemos contar la unión taninos –
antocianos – etanal, la cuál va produciendo un lento viraje en el color
azulado de los vinos hacia los rojos, además de proveer una mayor
estabilidad colorante, favorecida por la micro-oxigenación.
Del mismo modo, a lo largo de la guarda en botella, al abrigo del
oxígeno, las moléculas del vino, entre ellas los antocianos y los
taninos, poseen una tendencia a alterarse y condensarse, hacerse más
complejas, aumentar de tamaño, flocular, y “pulir” las cualidades del
vino, incluyendo por supuesto, el color, que se va modificando conforme
pasa el tiempo. Existen diversos factores intrínsecos que van a influir
en el color del vino, por ejemplo el pH, la relación entre las
cantidades de polifenoles, la temperatura del líquido durante la guarda,
etc.
Los colores de los blancos van desde el amarillo casi incoloro en los
vinos jóvenes secos clásicos hasta el dorado intenso de los vinos
viejos con años de crianza y guarda, pasando por el amarillo, el
amarillo-verdoso, el amarillo pálido, el amarillo limón, el ámbar, etc.
Esto es a raíz de la oxidación y degradación de las flavonas. Aquí
debemos destacar que los blancos destinados para guarda poseen paso por
barrica de roble, para que la madera le brinde los taninos que la uva no
le proporcionó, y así ser aptos para el añejamiento: son claramente el
menor porcentaje.
En el caso de los tintos, la paleta de colores es más amplia todavía,
e inversamente proporcional a los blancos: cuanto más jóvenes son, más
fuertes y profundos son los colores, ya que al transformarse y
polimerizarse los antocianos, el color se vuelve más tenue. Entonces,
aquí partimos desde los violáceos, pasando por los azulados, púrpuras de
diversas gamas, rojos de variados matices, y morados, hasta llegar a
los granates, naranjas, ocres, y amarronados, a causa del añejamiento.
Saber manejar las maceraciones, es uno de los ejes centrales de la
vinificación, ya que, por ejemplo, un exceso de antocianos con respecto a
los taninos provoca pérdida y degradación del color, y un exceso de
taninos con respecto a los antocianos hace que aquellos se unan entre
sí, dando como resultado un vino muy secante en boca. Y además, todas
las variedades de uvas tienen diferentes cargas de color, todos los
climas y suelos provocan distintas cantidades de color, y todas las
acciones que realice el hombre sobre el terruño acarrearán diversos
indicadores de color.
Fuente: Diego Di Giacomo / ANB
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