En la vida cotidiana, cuando se arma algún debate alrededor del mundo del vino, uno de los ejes más recurrentes y uno de los tópicos más visitados es, sin dudas, aquél que está íntimamente vinculado con el precio del vino.
Si el disfrute de esta bebida y la apreciación sensorial es un acto completamente subjetivo,
fijar el valor de una botella, parecería serlo más aun. En general,
esta práctica se la suele considerar un poco un acto librado al azar.
"¿Por qué este vino cuesta tanto?", con matices, es el tipo de preguntas que muchas veces abre el debate. Y, quien las formula, en general, suele tener la respuesta a mano.
Además, probablemente este interrogante lleve implícito algún juicio de valor. Y lo que incomoda, o lo que da origen al conflicto, no es tanto el valor que tiene un vino puesto en el estante de una vinoteca o en la góndola de un supermercado, sino la subjetividad que supone fijarle un valor a esa botella.
A nivel empírico, se pueden fijar algunas pautas a la hora de evaluar
la calidad del vino y su correcta relación con el precio fijado por sus
creadores.
Y si bien en la Argentina la inflación exige una revisión constante de estos parámetros, un consumidor podrá tener su propia "banda de precios" y decir hasta cuánto está dispuesto a pagar, por ejemplo, por un vino joven, de baja concentración, cuerpo medio y sin paso por madera. O por un vino de más del tipo full bodied,
con taninos musculosos y una madera que, más allá del debate sobre su
integración, seguramente aportará una dosis de complejidad.
Sin embargo, es una realidad que, conforme se va avanzando en los segmentos más altos de precios, esos límites que tan claros eran en un comienzo para los sentidos del consumidor, se vayan desdibujando. Así, la facilidad para fijar un precio se va transformando en un ejercicio plagado de incertidumbres y fronteras difusas.
Allí es cuando resurge el clásico interrogante: "¿Por qué este vino cuesta tanto?".
Al abordar una respuesta, hay dos niveles: el de los "fríos" números, amparados por la objetividad, que trabajan sobre variables como costos y tasas de retorno. Y el, otro plano, el de la subjetividad.
En este último caso, hay terreno fértil para el debate. En general,
si la bodega piensa en la venta, deberá anticiparse a la decisión del
consumidor y especular hasta qué valor estaría dispuesto a pagar por su
vino. Sin embargo, cuando se está pensando en la construcción marca, aquí hay algo de números, pero también de ese factor subjetivo.
Sucede que, para algunas bodegas, el éxito no se define por el nivel de ventas.
Por el contrario, a medida que más se avanza en la alta gama y más espaldas financieras tienen las bodegas, vender determinados vinos puede estar supeditado a otros intereses.
La función de esas etiquetas es que funcionen como un paraguas,
que tengan un efecto derrame en el resto de su portfolio. Se trata de
una estrategia en la que han avanzado con mucho éxito desde hace tiempo
las automotrices, que tratan de ofrecer un modelo para cada instancia de la vida de sus clientes, de modo de ofrecerle una alternativa que responda al asenso en la "pirámide social".
En el campo de las manufacturas se suele apelar al ejercicio "deconstruir"
un producto determinado y fijar el costo de cada pieza que lo compone.
Este ejercicio se suele encontrar sobre artículos como los de Apple.
Según uno de los últimos relevamientos de una consultora, el costo de
fabricación del iPad Mini es de 146 euros, menos de la mitad del precio
de venta.
Sin embargo, es lógico que estas cifras se vuelven pura anécdota cuando se deben incluir otras variables, tales como las horas-hombre invertidas en diseño y desarrollo y, por spuesto, la palabra mágica: su valor como "aspiracional", que determina que un potencial comprador elija la tableta con el sello de la manzanita y no una de la competencia.
Aquí es donde entra en juego la ciertas veces cuestionada "magia" del marketing.
Sin embargo, así como el trabajo por lograr ese "efecto aspiracional" por gracia y obra del marketing en el mundo del vino genera controversia y es objeto de todo tipo de polémicas -de
la mano de miradas escépticas que observan a los bodegueros como parte
de una maquinaria orquestada de conspiraciones para engañar a los
consumidores-, en otros campos de la industria prácticamente no se pone en tela de juicio.
Basta mirar lo que sucede con la industria automotriz: raramente se escucha que alguien cuestione el valor de un, por ejemplo, BMW Serie 3 y que señale con disconformidad que su precio en agencia pueda ser cuatro o cinco veces superior al de un vehículo actual y con buen equipamiento pero de marca generalista (masiva).
Sin dudas, la industria automotriz logró que el "factor aspiracional"
no sea tan cuestionado, como en otras ramas de actividad, como la
vitivinícola. ¿Esto significa que no se debe juzgar la calidad de un
vino? Nada más lejos que ello. Poner en tela de juicio cada etiqueta es
necesario y fundamental.
Pero también es interesante recordar que un vino es un producto, salvando las enormes distancias, como lo es un auto.
El problema es que en el caso del vino ese "factor aspiracional" representa un costo demasiado elevado para algunos consumidores. Y esto seguramente esté vinculado con que, mientras que un auto y una tablet son bienes durables o semi durables, el vino es un producto de un consumo inmediato. Incluso, más que los destilados, que pueden durar un tiempo considerablemente más largo en botella.
El vino, por el contrario, una vez abierto, hay que consumirlo, es un imperativo. Y quizás esta característica, su inmediatez, su fugacidad, contribuya a que esté asociado a un placer que genera algo de culpa.
Salvando las distancias, el vino, una vez que se empieza a cortar la cápsula, no es un cuadro que se puede exponer en la sala, no es un auto que se pueda estacionar en la cochera y no es una tablet que se pueda sacar a relucir en un bar, así como tampoco es un traje que se pueda vestir en una fiesta. Se abre, se disfruta y adiós.
Sin embargo, sin ánimos de hacer apología del esnobimo, la realidad que el aspiracional en un vino es una variable marketinera tan importante como lo es el logo incrustado en el capot de un auto.
Están quienes, concienzudamente buscan una buena ecuación calidad/precio en una botella. Pero también aquellos que buscan otros diferencial y ese diferencial tienen un costo. Y hay que pagar por ello.
Cuando en una cata a ciegas se ponen a prueba distintos vinos y uno
cuesta un 50%, 60% o más, pero en la copa no gana por knock out la
"batalla" de los tres sentidos (vista, olfato, gusto), definitivamente puede tratarse de un ejemplar "sobrevalorado".
Sin embargo, en la otra pelea, la social, los aspectos técnicos tienen una limitante y es ahí donde entra en juego el factor aspiracional.
Llegar a una fiesta con un buen traje, para el que guste vestir bien,
puede resultar tan valioso como llegar con una buena botella de vino.
Por eso, en algunos vinos, limitarse únicamente a la vista, olfato y
gusto es quitarle el otro 25% de valor, el aspiracional.
Y como siempre, nunca "caro" quiere decir que el producto sea bueno o
superlativo. En la guerra del marketing hay ejemplos de sobra de etiquetas que sucumbieron ante experiencias fallidas de
bodegas que apuntaron a lanzar un producto más pretencioso que lo que
las espaldas del vino y la historia de la marca podían soportar.
Por eso, suena un poco descarnado, pero mientras algunos ven en el markeing un ejercicio por engañar al consumidor haciendo que pague más por un vino que supuestamente no vale tanto, en la vereda de enfrente habrá otro que lo pagará gustoso, porque es consciente de que está costeando ese diferencial.
Así, mientras unos señalan como un pecado caer bajo la influencia del marketing, otros disfrutan haciéndolo.
Tal vez, el hecho de que sea un placer fugaz y hasta caprichoso sea el punto que más inquieta. Y tal vez todo esto es lo que genera que nunca acabe el debate y la polémica acerca del precio del vino.
Por J.D.W. - Editor Vinos & Bodegas - vinosybodegas@iprofesional.com
Fuente: iprofesional.com
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