miércoles, 22 de febrero de 2012

El sueño de la huerta propia

La última vez que fui a McDonald's y pagué 30 pesos por un combo que representaba el 0,1% del cartel, me sentí mal. Con esa misma plata podría comprar un árbol joven de ciruelas o uno de duraznos -en los viveros, cotizan igual-, que, si se los cuida como es debido, pueden alimentarte toda la vida y alimentar también a tus hijos y a tus nietos por siempre jamás.  

La última vez que pagué 4 pesos por una lata de tomate perita en el súper, me sentí aun peor. "Por tres pesos me compro una planta de tomates, que da diez veces más cantidad. Pagar un peso más por una lata es de idiotas." Esta es la clase de pensamientos que uno tiene cuando entra en contacto con la tierra y emprende su propia huerta. Se hace, por un lado, más realista. Y por otro, más amarrete.

Es una pena, pero con la tierra nos llevamos para el traste. Cuando llueve, se hace barro, empantana el auto, se pega en los zapatos y parece bosta. Cuando se seca, se hace polvo, se impregna en la ropa y enceguece los ojos. No importa el estado, siempre jode.
Antes la tierra lo era todo. Había luchas por la tierra. Trabajadores de la tierra. Y hasta existía el gran sueño de sacar oro de sus entrañas. Ahora está despojada de misterios.

En nuestro vocabulario, el lugar que les reservamos a la tierra y sus derivados es prácticamente un insulto. Cuando su jefe lo obliga a permanecer más horas en la oficina, se dirá: "Lo enterraron". Cuando lo pasan por arriba, se dirá: "Lo hicieron morder el polvo". Cuando espera como boludo, concluirá: "Me dejaron plantado". Y cuando quiere sexo sin amor dirá que lo que usted pretende es "enterrar la batata".

El único lugar donde aparece tierra en las publicidades es en propagandas de 4x4 y de jabón para ropa. Y siempre es algo que hay que superar. O limpiar. Esa obsesión por vivir siempre higienizados, pulcros y de camisa blanca nos obliga a rodearnos de asfalto, metales, plásticos, nylon, capas y más capas que nos ponen a salvo de la tierra.

Hace un tiempo, me contaron cómo son los nuevos entierros en los cementerios privados: con poleas y césped sintético alrededor del pozo. La única tierra que se ve es un puñado que les dan a los deudos para arrojar sobre el cajón. Los empleados corren una manija, el cuerpo baja y simplemente le colocan la tapa como si en lugar de un ataúd fuera un tupper. Es natural que le demos la espalda a la tierra: de ahí es de donde venimos. Y hacia allá es a donde vamos (por más que lo sepulten en un cementerio privado, la tierra, lo siento mucho, te engullirá).
Uno está habituado a que, en los medios, las huertas se asocien a programas como Utilísima y a Maru Botana -de hecho, llevó el tema en tapa de su revista-, una práctica lejana monopolizada por mujeres que viven en countries y pagan a jardineros para que se embarren por ellas. A fin de cuentas, ¿a quién se le ocurre esforzarse por regar, proteger de plagas y cuidar sus propios vegetales cuando es tan fácil comprarlos en la verdulería, excepto alguien con mucho tiempo libre y mucho jardín libre? ¿Esperar tres meses para que me crezca al mismo tamaño el morrón que se ve tan espléndido en las góndolas? Sólo un rico retorcido tendría una idea semejante. Hace cinco años, hasta que me dediqué a sembrar mi propia comida, pensaba así. Ahora siento que la huerta es el primer eslabón para hacerle un corte de manga al mundo. O, al menos, al verdulero.

A fines del último invierno, invertí media tarde paleando y rastrillando para conseguir mi propia huerta, un espacio de 3 por 5 metros, 12 surcos en total. Sembré una buena cantidad de cosas: zanahoria, rabanitos, rúcula, acelga, espinaca, repollo, tomates, morrón y cebolla de verdeo, lo suficiente para no tener que volver nunca más al verdulero. El gramo de semillas -que alcanza y sobra- cuesta entre 5 y 10 pesos. De ansioso, coloqué muchas en poco lugar. El capitalismo salvaje es un término humano, no botánico. Todo esfuerzo para que las plantas compitan está destinado al fracaso. Cuando les falta espacio, no compiten, se estancan, se secan y mueren en su niñez. Es mejor darles espacio, y dejarlas a sus anchas, sin competencia a la vista.

Al cabo de dos meses, ya podía comer la rúcula, los rabanitos y la acelga, y condimentar mis comidas con un sector apartado de plantas aromáticas que incluía romero, salvia, albahaca, perejil y orégano. Es extraño: viniendo de la ciudad uno desconfía incluso de comer de sus propias plantas. Su cerebro urbano le indica que el suelo está sucio, cagado por miles de perros, plagado de bacterias y microbios letales. Si quiere comer verdurita, va tranquilo al almacén. Estamos programados para ser eternos niños de verdulería. El mundo te hace cada vez más especialista y menos superviviente. Te hace cada vez más moderno. Y menos naturista. Cada vez más piola. Y cada vez más boludo.

Hay toda clase de tierra. Así que, para empezar, si querés sembrar tu propia comida, necesitás saber de qué tierra estamos hablando y qué plantas crecen mejor. Podés consultar al vivero, la contracara del verdulero: uno vela por tu independencia, el otro, por tu sometimiento. Cuando decidí armar la huerta, pedí a un padre del colegio de mi hija que tiene caballos una bolsa con abono, pero cuando mi vecina me vio venir con la mierda, se acercó para advertirme: "Olvidate del abono, esta tierra es lo más fértil que hay". Un periodista de la zona que antes vivía de un bar y se fundió, me dijo: "La huerta me dio de comer durante un año. Me salvó la vida". No es gran cosa el jardín de mi amigo. Es incluso más pequeño que el mío. Pero ahí tenía todo. Su esposa era maestra. Con su sueldo pagaban impuestos. Y él generaba alimento para la familia.

La tierra es el gran milagro de este mundo. La materia prima del reciclaje. Todo lo que le tirás de restos de comida te lo devuelve en vigor y plantas silvestres.

Hace unas semanas, leí un libro que me voló el rastrillo. Se llama Malezas comestibles del Cono Sur, publicado por el INTA, y describe la gama de plantas silvestres que no sólo pueden consumirse, sino que, además, están llenas de vitaminas. Para no cometer errores, el libro incluye imágenes a todo color (ya habrá visto lo que le sucedió al protagonista del film Into the Wild, el joven que partió solitario a Alaska y por confundir una planta con otra, murió envenenado). Hoy, cada vez que veo un baldío, le pregunto a mi mujer: "Mirá ese yuyo tan grande y tan tiernito, ¿se podrá comer?". Antes veía matorrales; ahora veo ensaladas e infusiones. Desde que descubrí que la manzanilla es como una margarita pequeña que crece silvestre en el jardín de la esquina, no compro más té. Al diente de león, el yuyo que crece donde quiera que vayas, lo preparo con ensalada y lo aderezo en la pizza como reemplazo de la rúcula. Aún estoy esperando que me manden una receta de empanadas de cardo. No serán como las de carne, pero, dicen, son superiores a las de verdura.

El primer hombre moderno en cortar con todo y volver a la tierra se llamaba Henry David Thoreau y, en el siglo XIX, se propuso vivir dos años en una cabaña en el bosque, donde su vecino más cercano estaba a casi 2 kilómetros. Los que dicen que Julio Verne era un adelantado es porque no conocen a este tipo. Amigo de Ralph Emerson, poeta, escritor, agrimensor, fabricante de lápices, rebelde civil -hizo de la resistencia pacífica una práctica que inspiró a Gandhi-, Thoreau mandó todo al diablo y se dedicó a pescar, recolectar frutas, sembrar la huerta y vivir con lo que encontraba. A partir de esa experiencia escribió Walden, un libro que ya en 1854 hablaba del sinsentido de las modas, del hombre moderno que corre, pero no vive. Sus páginas fueron lectura de cabecera del movimiento hippie. Thoreau advertía que, para vivir, había que dar un paso al costado. Pero, primero, debías aprender a hacerte de tu propia comida. "Estoy acostumbrado a pensar que los hombres no son tanto cuidadores de rebaños, sino que los rebaños son los cuidadores de los hombres", apuntó Henry. "Aquéllos son mucho más libres."

Hubo gente que encontró en la huerta su propia libertad en medio del caos y la fama. Cuando Martin Scorsese estrenó este año su biopic sobre George Harrison, quedó impactado por la dedicación que le daba el beatle a su huerta, un hobbie que heredó de su padre en Liverpool. "Me fascina pensar que él creaba esa música", dijo Scorsese. "Y cuando volvía a casa, ¡hacía jardinería! Creo que eso le dio una manera diferente de ver las cosas."

Pero la vida en la ciudad no es tan fácil como en las praderas de Liverpool. En Buenos Aires, muchos intentos por crear huertas barriales han ido, tarde o temprano, al cesto. Siempre hubo un incidente que hiciera perder toda la cosecha. El motivo: el verdulero del barrio, el gran perjudicado, que toma revancha con nafta, cerillas y pisotones. O la propia policía, como sucedió en mayo de 2009, con la huerta Orgazmika, que mantenía el cultivo comunitario más nutrido de la ciudad, a la vera del ferrocarril Sarmiento, a 30 metros de la estación Caballito. El desalojo terminó con heridos, 22 detenidos y ningún rabanito en pie.

Pero el boom de las huertas domésticas tiene escala mundial y no hay forma de pararlo. Los cultivadores pusieron un nombre a la resistencia: lo llaman "soberanía alimenticia". Tres años atrás, 10 mil jardineros de cien países se sumaron a un proyecto ambicioso: Eat the View (comete el paisaje). Su propuesta es convertir espacios públicos en lugares donde, digamos, se pueda enterrar la batata. Ya tuvieron un encuentro con la familia Obama y consiguieron transformar el jardín de la Casa Blanca en una huerta orgánica. "Con ese terreno", le dijeron a la primera dama, "podremos alimentar a todo el barrio". La agrupación detrás de la iniciativa se llama Kitchen Gardeners y su lema es: "No importa lo delicioso que esté tu tomate. Lo que importa es comerte un tomate verdadero".

Actualmente, la gran cosa es la permacultura, un sistema creado en Australia por Bill Mollison y David Holmgren, un profesor y su alumno más aplicado. La permacultura es el equivalente a los 10 mandamientos botánicos: no dañarás a ninguna criatura, no usarás productos químicos, y emplearás los elementos de tal modo que logres un ecosistema que se renueve permanentemente. Los permacultores son como los pintores orientales: tratan de no alterar las cosas. Reutilizan agua, crean estanques y emprenden desde huertas de grandes dimensiones hasta proyectos mínimos en balcones. Tiempo atrás, tuve oportunidad de conversar con Holmgren. "Lo más recomendable para la crisis mundial es cultivar tu comida", me contó. "Incluso en las ciudades se puede cultivarla en pequeñas áreas de tierra o en jardines comunitarios. Quinientos metros cuadrados son suficientes para producir comida para diez personas."

En nuestro país, la permacultura tiene su máximo esplendor en las eco-aldeas. La más reconocida es Gaia, en Navarro, un pueblo a 30 kilómetros de mi casa, y a 130 de la Capital. La visitan mil personas al año y doscientas van a sus talleres de permacultura, construcción natural en tierra y conservación y producción de semillas. Los eco-aldeanos dicen que modificar tu forma de vida ya no es una alternativa. Es una necesidad.

Pero el legado de Holmgren se ve por todas partes. En Buenos Aires, un grupo de articultores -amantes de crear sus propios alimentos- pone en práctica lo que ellos llaman la "guerrilla-huerta". Preparan bombas de arcilla y tierra con semillas comestibles -según preceptos ideados por el microbiólogo Masanobu Fukuoka- y las embocan en baldíos y plazas, más allá de toda reja. Ya tienen cien lugares intervenidos: estacionamientos en San Telmo, canteros en Tribunales, por toda la Plaza Miserere y Plaza de Mayo. Dicen que las bombas prenden en cualquier lado y que son parte de una lucha sin cuartel contra el hormigón armado, que incluye talleres para hacer huertas en balcones y convertirse en guerrillero verde. "Junto con el Teatro San Martín, creamos el módulo verde urbano: maceteros de madera desmontables, con base de ruedas, que miden 40 por 40, y 20 de profundidad", se entusiasma Hernán Gadea, técnico de seguridad industrial e higiene y articultor militante. "Es para alentar a todos -no importa si viven en departamentos- a acceder a una huerta. Del macetero sacás, como mínimo, una ensalada."

Y volviendo a mi huerta, mientras cosecho lo sembrado, ya pienso en el nuevo paso: gallinas. Ponen un huevo al día y se consiguen en Mercado Libre desde 10 pesos. Dicen que, si son muchas, dan mal olor. Aún me pregunto si mis dos perras no se las servirán al plato a la primera noche, pero el riesgo vale la pena. La media docena de huevos cuesta cuatro pesos en el súper y, de huevo, tienen sólo la forma. Yo quiero huevos auténticos paridos en mi propia casa. Porque en esta vida, en este mundo dependiente y verdulero, lo único real y seguro es cuando te los rompen.

Fuente: conexionbrando.com

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