¿Por qué hay frutas de verano en invierno? ¿En qué momento las
verduras dejaron de tener aroma? ¿Cuándo fue que la carne y el pollo
perdieron proteínas y empezaron a tener un sabor parecido? Estas son
sólo algunas preguntas que la gente comienza a hacerse y que muchos
cocineros, periodistas e investigadores, englobados con el rótulo de
"activistas de la comida", intentan responder.
De un tiempo a esta parte proliferaron libros,
películas y documentales que buscan denunciar los mecanismos de
producción que subyacen a las cosas que ingerimos a diario. Al menos, a
su mayoría. Comer Animales, de Jonathan Safran Foer; Fast Food Nation, de Erik Schlosser; Food Inc., de Emmy Robert Kenner, o Fresh,
de Sofía Joanes, son tal vez los más resonantes. Todos revelan cómo las
vacas se trasladaron del campo a los feedlots, los cerdos de sus
chiqueros a galpones de engorde intensivo y los pollos a cámaras de
crecimiento acelerado. Cómo la vida de los criadores y la calidad de
todos estos alimentos, en definitiva, se han empobrecido.
Mientras la paranoia de los ciudadanos europeos sigue
vigente, luego de que la cadena de supermercados Tesco (la mayor de Gran
Bretaña) sacara del mercado hamburguesas en las que se detectó el uso
de carne de caballo, cada vez se ven más acciones concretas ligadas al
activismo gastronómico. El objetivo, dicen, es promover formas de
producción y consumo más justas y responsables. Slow Food Movement,
creado en 1989 y con casi 100.000 socios en todo el mundo, o la Unión de
Pequeños Agricultores (UPA), con 65.000 afiliados, apuestan a la
diversidad alimentaria, el respeto por la naturaleza y los canales
alternativos de venta de productos para pequeños productores. Y son
muchos los chefs y periodistas que dejaron de hablar de fenómenos
gourmets para transformarse, ellos mismos, en militantes.
El cocinero español Ángel León, por ejemplo, fue
pionero en usar en su restaurante, Aponiente, el pescado de descarte, es
decir, el que se tira porque supera los cupos de la Unión Europea. La
campaña "Ni un pez por la borda" (que nació en Gran Bretaña, con el
nombre Fish Fight) dio a conocer que en Europa terminan de vuelta en el
mar 1,3 millones de toneladas de peces muertos, o heridos. Michael
Pollan, periodista de The New York Times y autor de libros como El
dilema omnívoro y Food Rules: An Eater's Manual, ha usado las páginas de
ese diario para promover un consumo ético, rechazando la carne que
proviene de granjas industriales. Y el mediático Jamie Oliver acaba de
ganarle un juicio a McDonald's tras denunciar que, entre otras cosas, el
proceso de elaboración de hamburguesas incluía el lavado de las partes
grasosas con hidróxido de amoníaco y su posterior uso para confeccionar
"la torta de carne", con lo cual la cadena anunció que cambiará la
receta.
Si por un lado abundan blogs, programas y libros para
foodies, poniendo a la comida como paradigma del lifestyle
contemporáneo, por el otro la toma de conciencia avanza a paso firme,
dejando en evidencia las zonas oscuras de la industria. ¿Qué hacer
entonces? "El tema no es dejar de disfrutar de la comida, sino
informarse, estar atentos", dice Soledad Barruti, una periodista que es
la pata local del fenómeno a partir de su reciente libro Malcomidos
(Planeta).
Lo que ocurre en la Argentina
Qué comemos, por qué y cuál es el efecto que está
teniendo sobre nosotros fueron las tres preguntas que dispararon la
investigación de Barruti. Malcomidos traza entonces un recorrido que
pone la lupa sobre el suelo argentino, de manera contundente: de las
granjas industriales del interior, donde "los pollos son iluminados
artificialmente y se apiñan como zombies, con los picos recortados para
que no se lastimen entre ellos", a los corrales sin pastura donde están
las vacas, los monocultivos de soja transgénica, la aplicación de
agrotóxicos en las frutas y verduras o la cría industrial de salmones
que llegan al sushi porteño. Nada queda fuera de su radar. "La mayoría
de la gente no sospecha lo que hay detrás de eso que consume a diario",
advierte Barruti.
En tiempos donde el porno food -leáse, la comida que
entra directamente por los ojos- es moneda corriente en menús y
publicidades, la autora destaca la necesidad de desautomatizar la
mirada. Un paquete de galletitas, una gaseosa, cualquier snack al paso:
todo se vuelve, de pronto, sospechoso. "La manipulación de las fórmulas
de alimentos procesados tiene por propósito que lo que comemos nos
encante -explica Barruti-. Para eso, se incorpora un tendal de
saborizantes, ingredientes que generan texturas, colorantes, adictivos
como cafeína y cantidades exorbitantes de azúcar, sal y grasas."
Pero eso es sólo una parte del asunto, tal vez la más
evidente. Lo que resulta irónico es pensar que en el país de la carne
pareciera que ya no se puedan comer cortes vacunos de calidad. "La buena
carne argentina, de ganado criado al aire libre y alimentado en base a
pasto, se consume sólo en lugares carísimos o en Londres -afirma
Barruti-. El resto, cuando compramos carne, no podemos saber si vino de
los pocos terneros que quedan en el campo o de los corrales de engorde
que se subsidiaron hace pocos años. En esos lugares, los animales
pasaron a ser engranajes dentro de fábricas de producción de carne lo
que, además de ser un sistema cruel, es malo para nuestra salud y para
nuestros suelos."
Se perdió la proximidad con los productos. Y algo muy
parecido sucede con las frutas y verduras. En detrimento de la variedad,
la calidad y los aromas de otros tiempos, hoy todo aparece
homogeneizado, respondiendo a un mismo y monolítico criterio. La autora
del libro explica: "La producción industrial de frutas y verduras hizo
que se seleccionaran variedades estéticamente sólidas, pero
nutricionalmente empobrecidas. Se refleja en una pérdida de sabor, de
aroma y de nutrientes. Porque las plantas crecen en situaciones tan
artificiales que no toman del suelo lo que necesitan". Eso, sin contar
el uso desproporcionado de agrotóxicos al que fueron sometidas y cuyos
efectos, todavía, pueden persistir en nuestro organismo. "Mientras en la
naturaleza la biodiversidad es la única ley, las grandes compañías
generaron un sistema productivo de monocultivos intensivos, es decir,
una única especie en miles de hectáreas, que sólo sobreviven porque se
los rocía con altas dosis de agroquímicos, armando un medio ambiente
artificial y venenoso para cualquier cosa que no sea lo que están
produciendo-dice Barruti-. Es tal la cantidad de productos tóxicos que a
muchos los ingerimos de las maneras más insospechadas: los lácteos, la
carne, el pescado, tienen organoclorados que continuarán en nuestra
cadena alimentaria decenas de años después de la aplicación porque
persisten en el suelo".
Hasta el sushi, esa supuesta panacea, comienza a entrar
en cuestionamiento. Ocurre que, al masificarse, el salmón también cayó
en la boleada. Y eso que comemos distendidos, para darnos un gusto, en
festejos, cenas o veladas románticas, viene, literalmente, de "jaulas
industriales" instaladas en el mar. "Son jaulas donde millones de
salmones engordan hacinados en base a maíz, antibióticos y químicos, en
un sistema similar al de los pollos. La producción se hace en Chile,
pero se trata de un sistema noruego", detalla Barruti.
¿Qué hacer?
Ante este panorama, las preguntas son tan obvias como
inquietantes: ¿estamos acorralados?, ¿no podemos comer nada? Barruti
admite que al principio su primera reacción fue la misma. Pero de a
poco, transformándose ella también en activista, descubrió que una
salida posible, hoy en día, está en la pequeña escala. Por eso
reivindica al Food Movement; a Vía Campesina, que reúne a casi 1500
productores tradicionales del mundo, y a experiencias locales de regreso
al cultivo natural y orgánico, detalladas en el último capítulo de su
libro, como Naturaleza Viva (una granja agroecológica en Santa Fe) o
Caminos Abiertos (un hogar de chicos y granja en Buenos Aires, donde
trabaja el ex chef mediático Martiniano Molina, otro militante de la
"alimentación consciente").
Mientras tanto, ella misma optó por dejar de comer
carne industrial y comprar la comida que, entre otras cosas, le da a su
hijo de once años, en ferias de medianos y pequeños productores que
trabajen de un modo sustentable.
"La gente no dedica tiempo a cocinar, algo fundamental
para comer mejor y más barato", declaró Paolo di Croce, secretario
general de Slow Food Movement International, al diario El País. Entre
otras cosas, Di Crocce también señaló que el 90% de las manzanas que se
consumen en el mundo son sólo de cuatro variedades y que, según un
informe de las Naciones Unidas, se tira el 40% de la comida en el mundo.
"Comemos demasiado, y mal -concluyó el secretario de Slow Food
Movement-. Esto tiene que cambiar, no existe otra opción para el
futuro." Tal vez sea hora de escucharlo.
Fuente: lanacion.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario