Argentina es el último gran descubrimiento del mundo vitivinícola. Nunca más encontraremos una superficie de viñedos tan extensa, una producción tan grande y regiones vitivinícolas inmensas tan desconocidas. Simplemente, ya no hay en el mundo zonas productoras de vino de esta envergadura que queden por descubrir.
A pesar de esto, Argentina no es ningún pequeño rincón enológico, escondido en un valle perdido. Es el cuarto productor de vino del mundo (puesto disputado con EEUU, cuya producción también incluye vino hecho de vides no europeas). Sus viñedos se desperdigan desde las alturas andinas y cuasibolivianas de Salta en el norte hasta el remoto y patagónico Río Negro en el sur. Argentina es uno de los gigantes del mundo del vino. Sin embargo, su riqueza enológica es poco conocida.
La historia del vino en Argentina empezó en la época del apogeo del imperio español. En esos tiempos esta inmensa tierra se gobernaba desde el Virreinato del Perú, lo que quiere decir que los edictos, las leyes y hasta las cartas tenían que salir de Cádiz, cruzar el Atlántico a Cuba, salir hacia Panamá, reembarcarse en el Pacífico hasta llegar a Callao, salir de Lima hacia el sur, cruzar los Andes antes de finalmente llegar al Río de la Plata. Esta distancia, física y temporal, ayudó a promover un ambiente de aislamiento que a veces se interpretaba como autonomía y que nos ayuda a entender la evolución de las actuales características argentinas de independencia y autoestima.
A finales de 1556 llegó a Santiago del Estero, al norte de Mendoza, un cura llamado Juan Cedrón. Entre sus escasas pertenencias trajo consigo algunas estacas de vid. Es muy probable que Cedrón fuera el primer viticultor argentino. Pero la Vitis vinifera no prospera en la costa oriental, es decir en zonas cercanas a la ya importante ciudad de Buenos Aires. Las regiones más adecuadas a la viticultura estaban a más de mil kilómetros de distancia, en plena vista de los magníficos Andes. El clima seco, las aguas puras de nieves derretidas, la falta de lluvia y una altura media de 600-800 metros sobre el nivel del mar ayudaron a producir racimos sanos y generosos.
La distancia entre la capital y estos centros de producción resultó ser demasiado grande para que los viticultores pudiesen sacar ventaja del enorme crecimiento de Buenos Aires. Esto no quiere decir que no surgieron pioneros con visión. Aimé Pouget, un francés con ideas muy claras, estableció en Mendoza un viñedo experimental, incorporando lo más avanzado de la viticultura de entonces, incluyendo variedades francesas importadas de Chile. La llegada del chardonnay y del malbec es de esos tiempos. Otra figura importante fue Tiburcio Benegas, que en 1883 plantó 250 hectáreas de viñedos de primera clase en Mendoza y construyó la bodega modelo llamada El Trapiche.
La verdadera revolución ocurrió a partir del 10 de abril de 1885, cuando se inauguró el ferrocarril en Mendoza. De repente se vislumbró la posibilidad de poder vender vino mendocino a la sedienta población porteña. En poco tiempo los viticultores notaron que una casta en particular se había adaptado con gran éxito a las condiciones mendocinas, especialmente a una altura de 850 metros. Esa 'uva francesa' (en realidad, la malbec), tiene la ventaja de producir vino de excelente y joven color, amables cualidades frutales, taninos dulces y un buen potencial para envejecimiento en grandes tinos de roble francés o bosnio.
Bodegas de un tamaño verdaderamente sorprendente, con sus propias estaciones de tren en Mendoza y en Buenos Aires no tardaron en aparecer, enriqueciendo de una manera casi increíble a dueños como el italiano Giol, que fue el primer multimillonario (más de 10 millones de dólares antes de 1900) mundial del vino.
El concepto de dinero fácil causó mucho daño a la industria vitivinícola argentina. Grandes terratenientes vivían del fruto de sus viñedos en un paraíso pseudoeuropeo en Buenos Aires, extrayendo mucho pero invirtiendo poco hasta que la calidad del vino era una consideración secundaria relativa al lucro. Viñedos de alta calidad (incluyendo a muchos de malbec) fueron extirpados para ser replantados con variedades de alto rendimiento (y pésima calidad) como la cereza grande.
Esta mentalidad finalmente llevó a la industria a la vera del colapso absoluto después de 1970. Las exportaciones cesaron, de un dólar el vino pasó a valer unos centavos, las industrias cerveceras y de bebidas gasificadas se llevaron tremendos segmentos del mercado del gigante herido.
Villa Atuel, la bodega más grande y extensa de mundo, quebró, espectacularmente, llevándose consigo a bancos y al porvenir de muchos campesinos sanrafaelinos de la provincia de Mendoza.
Por fortuna, todo esto empezó a cambiar a partir de mediados de los 90. Hoy día Argentina presenta una perspectiva de cambio y mejora fascinante. Productores como Nicolás Catena, Fabré Montmayou, Norton, José Alberto Zuccardi (de Mendoza), Etchart (de Salta), Humberto Canale (de Río Negro) y hasta cooperativas como La Riojana (de la provincia de La Rioja) se han dado cuenta de que Argentina solo podrá salvaguardar su inmensa industria vitivinícola si se mantiene al mismo nivel que otros grandes países productores. Lentamente estamos viendo la resurrección, como un ave fénix, de una industria cuyo potencial tiene que ser interesante.
A pesar de esto, Argentina no es ningún pequeño rincón enológico, escondido en un valle perdido. Es el cuarto productor de vino del mundo (puesto disputado con EEUU, cuya producción también incluye vino hecho de vides no europeas). Sus viñedos se desperdigan desde las alturas andinas y cuasibolivianas de Salta en el norte hasta el remoto y patagónico Río Negro en el sur. Argentina es uno de los gigantes del mundo del vino. Sin embargo, su riqueza enológica es poco conocida.
La historia del vino en Argentina empezó en la época del apogeo del imperio español. En esos tiempos esta inmensa tierra se gobernaba desde el Virreinato del Perú, lo que quiere decir que los edictos, las leyes y hasta las cartas tenían que salir de Cádiz, cruzar el Atlántico a Cuba, salir hacia Panamá, reembarcarse en el Pacífico hasta llegar a Callao, salir de Lima hacia el sur, cruzar los Andes antes de finalmente llegar al Río de la Plata. Esta distancia, física y temporal, ayudó a promover un ambiente de aislamiento que a veces se interpretaba como autonomía y que nos ayuda a entender la evolución de las actuales características argentinas de independencia y autoestima.
A finales de 1556 llegó a Santiago del Estero, al norte de Mendoza, un cura llamado Juan Cedrón. Entre sus escasas pertenencias trajo consigo algunas estacas de vid. Es muy probable que Cedrón fuera el primer viticultor argentino. Pero la Vitis vinifera no prospera en la costa oriental, es decir en zonas cercanas a la ya importante ciudad de Buenos Aires. Las regiones más adecuadas a la viticultura estaban a más de mil kilómetros de distancia, en plena vista de los magníficos Andes. El clima seco, las aguas puras de nieves derretidas, la falta de lluvia y una altura media de 600-800 metros sobre el nivel del mar ayudaron a producir racimos sanos y generosos.
La distancia entre la capital y estos centros de producción resultó ser demasiado grande para que los viticultores pudiesen sacar ventaja del enorme crecimiento de Buenos Aires. Esto no quiere decir que no surgieron pioneros con visión. Aimé Pouget, un francés con ideas muy claras, estableció en Mendoza un viñedo experimental, incorporando lo más avanzado de la viticultura de entonces, incluyendo variedades francesas importadas de Chile. La llegada del chardonnay y del malbec es de esos tiempos. Otra figura importante fue Tiburcio Benegas, que en 1883 plantó 250 hectáreas de viñedos de primera clase en Mendoza y construyó la bodega modelo llamada El Trapiche.
La verdadera revolución ocurrió a partir del 10 de abril de 1885, cuando se inauguró el ferrocarril en Mendoza. De repente se vislumbró la posibilidad de poder vender vino mendocino a la sedienta población porteña. En poco tiempo los viticultores notaron que una casta en particular se había adaptado con gran éxito a las condiciones mendocinas, especialmente a una altura de 850 metros. Esa 'uva francesa' (en realidad, la malbec), tiene la ventaja de producir vino de excelente y joven color, amables cualidades frutales, taninos dulces y un buen potencial para envejecimiento en grandes tinos de roble francés o bosnio.
Bodegas de un tamaño verdaderamente sorprendente, con sus propias estaciones de tren en Mendoza y en Buenos Aires no tardaron en aparecer, enriqueciendo de una manera casi increíble a dueños como el italiano Giol, que fue el primer multimillonario (más de 10 millones de dólares antes de 1900) mundial del vino.
El concepto de dinero fácil causó mucho daño a la industria vitivinícola argentina. Grandes terratenientes vivían del fruto de sus viñedos en un paraíso pseudoeuropeo en Buenos Aires, extrayendo mucho pero invirtiendo poco hasta que la calidad del vino era una consideración secundaria relativa al lucro. Viñedos de alta calidad (incluyendo a muchos de malbec) fueron extirpados para ser replantados con variedades de alto rendimiento (y pésima calidad) como la cereza grande.
Esta mentalidad finalmente llevó a la industria a la vera del colapso absoluto después de 1970. Las exportaciones cesaron, de un dólar el vino pasó a valer unos centavos, las industrias cerveceras y de bebidas gasificadas se llevaron tremendos segmentos del mercado del gigante herido.
Villa Atuel, la bodega más grande y extensa de mundo, quebró, espectacularmente, llevándose consigo a bancos y al porvenir de muchos campesinos sanrafaelinos de la provincia de Mendoza.
Por fortuna, todo esto empezó a cambiar a partir de mediados de los 90. Hoy día Argentina presenta una perspectiva de cambio y mejora fascinante. Productores como Nicolás Catena, Fabré Montmayou, Norton, José Alberto Zuccardi (de Mendoza), Etchart (de Salta), Humberto Canale (de Río Negro) y hasta cooperativas como La Riojana (de la provincia de La Rioja) se han dado cuenta de que Argentina solo podrá salvaguardar su inmensa industria vitivinícola si se mantiene al mismo nivel que otros grandes países productores. Lentamente estamos viendo la resurrección, como un ave fénix, de una industria cuyo potencial tiene que ser interesante.
No hay comentarios:
Publicar un comentario