Algunos de los mejores vinos que he probado, con mayor carácter, de los
más distintivos, algunos con la mayor expresión de origen, esas botellas
que uno atesora y que le recuerdan que el vino casi siempre es una
bebida, un alimento más sobre la mesa, pero que a veces también puede
ser algo más; algunos de esos vinos no fueron hechos por enólogos. La
técnica necesaria para hacer vinos no fue algo que los responsables de
esas botellas tuvieron que adquirir para hacer lo que hicieron. ¿Cómo es
eso posible?
La enología es una profesión técnica, lo que implica que si aprendes esa técnica, el resultado tiene que ser el que esperas o, al menos, acercarse. Para hacer millones de litros de vino necesitas esa técnica. Necesitas saber esa técnica cuando el dueño de la bodega pide el tipo de vinos que acaba de ganar cien puntos o ese estilo que el importador chino necesita. Una bodega exitosa requiere de un excelente olfato en el departamento de marketing, un lince en el departamento de ventas y un técnico calificado y experimentado en la bodega, un enólogo hecho y derecho que sea capaz de llevar a la realidad todo lo que su equipo le ha pedido en la última reunión comercial.
Esa ecuación, por cierto, no sólo sucede en el mundo del vino. En el mundo de la literatura es lo mismo. Escribir un bestseller no tiene mucho que ver con ser un buen escritor, sino que más bien con el hecho concreto de manejar una técnica que se adecúe a lo que necesita el mercado. Nada más. Yo, por ejemplo, lo podría hacer. Manejo relativamente bien la técnica de la escritura. La aprendí, así es que si me dicen que la historia de amor entre un zombie y un vampiro, será un éxito de ventas, pues lo hago. Lo demás es apretar dos o tres teclas y dejar que los vendedores y marketineros hagan su trabajo, que es el eslabón más importante.
Y así, pasa lo mismo en el mundo de la zapatería o de la arquitectura o de la cerámica en frío. Una técnica que se aprende. Sin embargo, lo que hace alucinante a todos estos mundos es que en cada uno de ellos hay personas que piensan que la técnica por sí sola no sirve, que no todo se trata de aplicarla y que, más que eso, mucho más que eso, lo importante es tener algo que transmitir. Y sentir la urgencia de comunicarlo, aunque el mensaje no tenga nada que ver con lo que el mercado pide, quiere o necesita.
A veces, claro, este mensaje engancha con las masas y, aunque en teoría no tenía por dónde convertirse en un éxito de ventas (e incluso en algo prestigioso) pues lo ha logrado. Sin embargo, esto ocurre rara vez y es por eso que muy pocos se arriesgan a cruzar la línea de lo que no es potencialmente exitoso; muy pocos siguen un camino distinto, con el mercado a sus espaldas.
Sensibilidad para transmitir un mensaje. Sin ninguna excepción, los vinos que me interesan en el mundo están hechos por gente que tiene sensibilidad, que ve cosas que otros no ven. Algunos de ellos son estupendos técnicos, pero antes que nada son gente sensible. Y, por lo tanto, no sólo son capaces de hacer vinos con identidad, sino que también son gente que tiene otros intereses. Por formación, los técnicos se refugian en la fórmula. Saben que si hacen esto el resultado será éste. Eso les da seguridad, mientras que todo lo subjetivo, lo obtuso, lo que no es ni blanco ni negro, lo que no tiene explicación, es desechado.
La sensibilidad, en cambio, permite ver belleza en la incertidumbre, ver un desafío en ella. Y verlo no solo en el vino, sino que también en otras actividades. Nunca me ha dejado de sorprender que muchos de los responsables de los vinos más alucinantes que he probado, también tenían un alucinante gusto musical o literario. Las cosas se cruzan y se cruzan aún más cuando te das cuenta de que, más que una explicación, lo que cuenta es lo que te provoca el mensaje que transmiten. "Cuando un vino sea capaz de poner la piel de gallina a alguien, como lo haría una buena novela, mi trabajo tendrá recompensa." Me dijeron alguna vez.
Y entonces, hoy los técnicos del vino se llaman a sí mismo "autores". Luego de haber firmado autógrafos y de posar para la tapa de tal revista, llegan y te dicen que esa botella (con su apellido en la etiqueta, por cierto) es un vino de su autoría y que representa su personal forma de ver un terruño o un viñedo o una línea de parras. Tú, como periodista, asientes. Pero luego pruebas el vino y lo que sientes es lo mismo que te han hecho sentir decenas, cientos de vinos que has probado antes. No hay nada allí diferente, nada que se aleje del camino por el que ya todos transitan. Y es entonces cuando te das cuenta que el vino hecho por la persona que acaba de posar para la tapa de esa revista (ojos desafiantes mirando a la cámara, ceño levemente fruncido acentuando la seriedad de su postura) no es ni más ni menos que el trabajo de un técnico. Un muy buen vino que puede que obtenga muy buenos puntajes (muy merecidos, por lo demás. El vino no es sólo carácter o libertad); un vino que decenas de personas van a aplaudir.
Y también aplauden las poses, las declaraciones sentidas sobre su trabajo (que algunos hasta llaman "arte") y los adjetivos rimbombantes que ellos mismo usan para definir su opción de vida, palabras como "alma", "pasión" ,"entrega" que nosotros los periodistas transcribimos, a veces hasta tan emocionados como ellos. Nuevos rockstars sensibles y apasionados, deambulando solitarios en el viñedo mientras el sol se levanta entre las montañas.
Sin embargo, por todos es sabido que si el mensaje es de peso, los adjetivos están demás. ¿Por qué me insistes en la pasión con la que haces tu trabajo? ¿Por qué lo escribes en la contraetiqueta? Esas son cosas que, a mí al menos, me hacen sospechar. "En el juego del ajedrez, nunca se dice la palabra ajedrez" dice el dicho que todo aprendiz de escritor alguna vez escuchó. Cierto. Si estamos jugando al ajedrez, para que insistir en ello.
En el otro lado, en tanto, está la gente que se preocupa de que su mensaje llegue lo más claro posible. La interpretación de los vinos de Lunlunta, por ejemplo. Más que alma o pasión o entrega, ese productor se preocupa para que sus uvas transmitan de la mejor forma el mensaje del terruño de Lunlunta, no importa si hoy lo que vende sea Altamira o Salta. El siente la necesidad de entregar ese mensaje porque para él es una prioridad, una urgencia. Por eso también sonríe cuando escucha que otros hablan del ser humano por sobre el terruño. No. No es posible. Y él lo sabe. Su mensaje no es lo talentoso o lo apasionado que él mismo pueda ser, sino lo que las uvas tienen que comunicar.
Pero puede que sí, que su mensaje esté por sobre el terruño y se adentre en su propia obsesión por experimentar con su materia prima. Tener la descabellada idea, por ejemplo, de hacer un vino sólo con uvas. Nada más. O abandonar por completo la madera nueva o usar tinajas o rescatar cepas abandonadas. En fin, puede ser la interpretación de un lugar o la obsesión por experimentar, lo que importa es que él tiene la urgencia de entregar ese mensaje. Y no necesita colgarse una guitarra eléctrica al cuello para hacerlo. Incluso con su delantal blanco le alcanza.
Cuando comencé a escribir sobre vinos, los enólogos vestían ese delantal blanco y nadie, que recuerde, andaba por la vida con pose de artista. Su trabajo era recibir uvas, analizarlas y luego hacer vino con ellas. El mejor vino posible.
Hoy eso ha cambiado. Y con justicia, la figura del enólogo (y más y más también la del viticultor) se ha posicionado como la responsable de los muchos ricos vinos que probamos a diario, vinos técnicamente correctos que pueden gustar a mucha gente. Los medios de comunicación nos hemos encargado de darles tribuna, de mostrar sus logros y de que ustedes, los consumidores, los conozcan.
Creo, sin embargo, que no hay que confundir las cosas. Gracias a esos técnicos hoy las botellas que compramos tienen una calidad pareja. Ya es difícil encontrar vinos defectuosos. El talento técnico junto a la tecnología hoy lo permiten. Pero el mundo del vino es mucho más que solo el contenido de una botella: un vino técnicamente perfecto, similar a cientos de otro vinos en decenas de otras regiones. Junto a ese tipo de vinos, también están los que buscan algo más, los que intentan mostrar una visión, entregar un mensaje. Y ambos grupos no tienen por qué ser excluyentes. Ambos deberán vivir en armonía, aplaudiendo la diversidad del vino, pero sin querer ser más de lo que son, sin pretender que los consumidores los valoremos por lo que nunca llegarán a ser.
La enología es una profesión técnica, lo que implica que si aprendes esa técnica, el resultado tiene que ser el que esperas o, al menos, acercarse. Para hacer millones de litros de vino necesitas esa técnica. Necesitas saber esa técnica cuando el dueño de la bodega pide el tipo de vinos que acaba de ganar cien puntos o ese estilo que el importador chino necesita. Una bodega exitosa requiere de un excelente olfato en el departamento de marketing, un lince en el departamento de ventas y un técnico calificado y experimentado en la bodega, un enólogo hecho y derecho que sea capaz de llevar a la realidad todo lo que su equipo le ha pedido en la última reunión comercial.
Esa ecuación, por cierto, no sólo sucede en el mundo del vino. En el mundo de la literatura es lo mismo. Escribir un bestseller no tiene mucho que ver con ser un buen escritor, sino que más bien con el hecho concreto de manejar una técnica que se adecúe a lo que necesita el mercado. Nada más. Yo, por ejemplo, lo podría hacer. Manejo relativamente bien la técnica de la escritura. La aprendí, así es que si me dicen que la historia de amor entre un zombie y un vampiro, será un éxito de ventas, pues lo hago. Lo demás es apretar dos o tres teclas y dejar que los vendedores y marketineros hagan su trabajo, que es el eslabón más importante.
Y así, pasa lo mismo en el mundo de la zapatería o de la arquitectura o de la cerámica en frío. Una técnica que se aprende. Sin embargo, lo que hace alucinante a todos estos mundos es que en cada uno de ellos hay personas que piensan que la técnica por sí sola no sirve, que no todo se trata de aplicarla y que, más que eso, mucho más que eso, lo importante es tener algo que transmitir. Y sentir la urgencia de comunicarlo, aunque el mensaje no tenga nada que ver con lo que el mercado pide, quiere o necesita.
A veces, claro, este mensaje engancha con las masas y, aunque en teoría no tenía por dónde convertirse en un éxito de ventas (e incluso en algo prestigioso) pues lo ha logrado. Sin embargo, esto ocurre rara vez y es por eso que muy pocos se arriesgan a cruzar la línea de lo que no es potencialmente exitoso; muy pocos siguen un camino distinto, con el mercado a sus espaldas.
Sensibilidad para transmitir un mensaje. Sin ninguna excepción, los vinos que me interesan en el mundo están hechos por gente que tiene sensibilidad, que ve cosas que otros no ven. Algunos de ellos son estupendos técnicos, pero antes que nada son gente sensible. Y, por lo tanto, no sólo son capaces de hacer vinos con identidad, sino que también son gente que tiene otros intereses. Por formación, los técnicos se refugian en la fórmula. Saben que si hacen esto el resultado será éste. Eso les da seguridad, mientras que todo lo subjetivo, lo obtuso, lo que no es ni blanco ni negro, lo que no tiene explicación, es desechado.
La sensibilidad, en cambio, permite ver belleza en la incertidumbre, ver un desafío en ella. Y verlo no solo en el vino, sino que también en otras actividades. Nunca me ha dejado de sorprender que muchos de los responsables de los vinos más alucinantes que he probado, también tenían un alucinante gusto musical o literario. Las cosas se cruzan y se cruzan aún más cuando te das cuenta de que, más que una explicación, lo que cuenta es lo que te provoca el mensaje que transmiten. "Cuando un vino sea capaz de poner la piel de gallina a alguien, como lo haría una buena novela, mi trabajo tendrá recompensa." Me dijeron alguna vez.
Y entonces, hoy los técnicos del vino se llaman a sí mismo "autores". Luego de haber firmado autógrafos y de posar para la tapa de tal revista, llegan y te dicen que esa botella (con su apellido en la etiqueta, por cierto) es un vino de su autoría y que representa su personal forma de ver un terruño o un viñedo o una línea de parras. Tú, como periodista, asientes. Pero luego pruebas el vino y lo que sientes es lo mismo que te han hecho sentir decenas, cientos de vinos que has probado antes. No hay nada allí diferente, nada que se aleje del camino por el que ya todos transitan. Y es entonces cuando te das cuenta que el vino hecho por la persona que acaba de posar para la tapa de esa revista (ojos desafiantes mirando a la cámara, ceño levemente fruncido acentuando la seriedad de su postura) no es ni más ni menos que el trabajo de un técnico. Un muy buen vino que puede que obtenga muy buenos puntajes (muy merecidos, por lo demás. El vino no es sólo carácter o libertad); un vino que decenas de personas van a aplaudir.
Y también aplauden las poses, las declaraciones sentidas sobre su trabajo (que algunos hasta llaman "arte") y los adjetivos rimbombantes que ellos mismo usan para definir su opción de vida, palabras como "alma", "pasión" ,"entrega" que nosotros los periodistas transcribimos, a veces hasta tan emocionados como ellos. Nuevos rockstars sensibles y apasionados, deambulando solitarios en el viñedo mientras el sol se levanta entre las montañas.
Sin embargo, por todos es sabido que si el mensaje es de peso, los adjetivos están demás. ¿Por qué me insistes en la pasión con la que haces tu trabajo? ¿Por qué lo escribes en la contraetiqueta? Esas son cosas que, a mí al menos, me hacen sospechar. "En el juego del ajedrez, nunca se dice la palabra ajedrez" dice el dicho que todo aprendiz de escritor alguna vez escuchó. Cierto. Si estamos jugando al ajedrez, para que insistir en ello.
En el otro lado, en tanto, está la gente que se preocupa de que su mensaje llegue lo más claro posible. La interpretación de los vinos de Lunlunta, por ejemplo. Más que alma o pasión o entrega, ese productor se preocupa para que sus uvas transmitan de la mejor forma el mensaje del terruño de Lunlunta, no importa si hoy lo que vende sea Altamira o Salta. El siente la necesidad de entregar ese mensaje porque para él es una prioridad, una urgencia. Por eso también sonríe cuando escucha que otros hablan del ser humano por sobre el terruño. No. No es posible. Y él lo sabe. Su mensaje no es lo talentoso o lo apasionado que él mismo pueda ser, sino lo que las uvas tienen que comunicar.
Pero puede que sí, que su mensaje esté por sobre el terruño y se adentre en su propia obsesión por experimentar con su materia prima. Tener la descabellada idea, por ejemplo, de hacer un vino sólo con uvas. Nada más. O abandonar por completo la madera nueva o usar tinajas o rescatar cepas abandonadas. En fin, puede ser la interpretación de un lugar o la obsesión por experimentar, lo que importa es que él tiene la urgencia de entregar ese mensaje. Y no necesita colgarse una guitarra eléctrica al cuello para hacerlo. Incluso con su delantal blanco le alcanza.
Cuando comencé a escribir sobre vinos, los enólogos vestían ese delantal blanco y nadie, que recuerde, andaba por la vida con pose de artista. Su trabajo era recibir uvas, analizarlas y luego hacer vino con ellas. El mejor vino posible.
Hoy eso ha cambiado. Y con justicia, la figura del enólogo (y más y más también la del viticultor) se ha posicionado como la responsable de los muchos ricos vinos que probamos a diario, vinos técnicamente correctos que pueden gustar a mucha gente. Los medios de comunicación nos hemos encargado de darles tribuna, de mostrar sus logros y de que ustedes, los consumidores, los conozcan.
Creo, sin embargo, que no hay que confundir las cosas. Gracias a esos técnicos hoy las botellas que compramos tienen una calidad pareja. Ya es difícil encontrar vinos defectuosos. El talento técnico junto a la tecnología hoy lo permiten. Pero el mundo del vino es mucho más que solo el contenido de una botella: un vino técnicamente perfecto, similar a cientos de otro vinos en decenas de otras regiones. Junto a ese tipo de vinos, también están los que buscan algo más, los que intentan mostrar una visión, entregar un mensaje. Y ambos grupos no tienen por qué ser excluyentes. Ambos deberán vivir en armonía, aplaudiendo la diversidad del vino, pero sin querer ser más de lo que son, sin pretender que los consumidores los valoremos por lo que nunca llegarán a ser.
Fuente: Area del Vino
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