Los ojos del pequeño interpelan al extraño. Esa mirada sin luz propia parece preguntar qué espera ver el otro. Tendrá algo menos de dos años y es difícil que tenga conciencia plena de las privaciones que lo rodean, del peligro real en el que se encuentra.
El hambre acaba de matar en esta provincia a Milagros, una beba de 15 meses, hija de Francisca Benítez, una madre que apenas supera los 16 años. La suerte de aquel pequeño podría ser la misma si la burocracia sigue poniendo trabas a los platos de comida que no entienden de planes sociales, superposiciones de beneficios ni subsidios temporarios. Quizás, el pequeño de la mirada triste transmite como intuición el instinto de supervivencia. Su madre, joven y con otros tres chicos, relata los padecimientos colectivos en el barrio Palomar, un asentamiento en el que la dignidad se hace un buen lugar entre la pobreza extrema.
Esta ciudad, a unos 180 kilómetros de Posadas, irrumpió en la sociedad argentina por la muerte de Milagros. Hoy se sabe que suman ya más de 200 los menores de edad fallecidos este año en Misiones por carencias de alimentación. Otros 40 podrían agregarse en breve a esa estadística. No mueren por inanición, por no comer durante muchos días seguidos, pero sí por las enfermedades que atacan al no alimentarse cotidianamente, al faltarles nutrientes, al carecer de una dieta normal y al sobrarles obstáculos legales y políticos en el camino del auxilio.
Montecarlo es una bonita ciudad pegada a la ruta nacional 12, con un casco urbano que no muestra necesidades a primera vista.
En los barrios periféricos la situación es diferente. La desocupación castiga al sacar platos de comida. La familia del chico de ojos resignados tiene los inconvenientes comunes en esos asentamientos: no recibe un plato de comida oficial porque el DNI de la madre consigna una dirección fuera del municipio; entonces, para ser ayudada, debería anotarse en un pueblo alejado de esas maderas que sirven como habitación colectiva.
Esa traba normativa impide también que uno de los hijos obtenga un certificado médico que lo habilite a ir al colegio. El menor, que sí puede ir a la escuela, tiene graves problemas alimentarios pues, al ser mayor de seis años, no puede ser incorporado a un programa de asistencia. La solidaridad de vecinos parece ser la única alternativa.
La mayoría aquí vive de changas, que hoy son difíciles de conseguir. Los hombres con los que habló La Nacion se muestran como gente trabajadora.
"Cualquier cosa, menos robar", contó Pablo Silva, un tarefero de otro barrio carenciado. Lo poco que consiguen con algún trabajito informal lo gastan en remedios para los chicos, que siempre necesitan.
Silva estaba orgulloso de haber podido comprar a unas de sus hijas un diccionario que era reclamado por la escuela. Lo muestra como un trofeo de esperanza.
En una pieza se acomodan el matrimonio Silva y sus seis hijos. Una pequeña huerta les da algo de sustento; por las ganas de salir de allí con entereza, el hombre se las rebusca mejor que otros vecinos. "Una casita nos vendría bien", cuenta al mirar las vigas de madera que sirven de hogar.
"Pedimos al gobierno que venga a conocer nuestra situación, necesitamos agua y luz, porque ni siquiera podemos hacer nebulizaciones a los chicos", relató Lidia Lovera, una de las delegadas del barrio Palomar.
En ese lugar ser jubilado es casi un privilegio por contar con un ingreso fijo. Hipólito Rodríguez con sus 80 años da lo poco que puede repartir de su propia pobreza para ayudar a una familia en una casilla cerca de la suya, donde hay tres menores que no pasan de los cinco años y que esperan solitos a su madre, que fue al hospital a llevar a su otro hijo enfermo de desnutrición crónica.
La burocracia levanta sus consolidados muros de asistencialismo alrededor de estos casos. El comedor recibe la partida de alimento preparado en una cocina centralizada municipal. Los vecinos se quejan porque la comida no es para todos; quedan afuera del mínimo reparto los hijos de familias que hacen changas o tienen un ingreso por plan social. Aquí dicen que no alcanza esa ayuda. La mirada interpelada por los ojos del niño también interpreta que no alcanza.
La propia vicegobernadora Sandra Giménez quedó espantada por los relatos de fallas burocráticas que recibió de madres desesperadas y asistentes sociales (sobre lo que se informa por separado).
En las ciudades de Oberá y de Apóstoles también la desnutrición desgarra a familias. Otros casos mortales se produjeron allí este año. El informe provincial apunta a más de 6000 chicos con problemas de bajo peso, una forma oficial de decir que se trata de pequeños que no están bien alimentados. Es un grupo en riesgo. Representan el número de la emergencia.
Importantes funcionarios provinciales que hablaron con La Nacion aceptaron que es angustiante la desnutrición, pero informaron que el programa Hambre Cero, lanzado este año por el gobernador Maurice Closs, busca vencer problemas sociales tan arraigados que llevará tiempo revertir.
Saben que nuevas muertes golpearán sus despachos. Piden tiempo para ver resultados y, mientras tanto, procuran mostrarse activos. Anteayer, camiones municipales empezaron a repartir colchones y camas entre familias que habían reclamado ayuda.
Fuente: lanacion.com
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