El origen del olivo se pierde en la noche de los tiempos, coincidiendo y confundiéndose su extensión con las civilizaciones que se han desarrollado en la cuenca Mediterránea. Su territorio de cultivo se distribuye a lo largo de todas las tierras que rodean el mar Mediterráneo.
Se han encontrado referencias históricas y vestigios arqueológicos que sitúan el origen del olivo en Asia Menor, localizándose en la franja conocida actualmente como Oriente Medio y confundiéndose el origen de los pueblos que habitan estas tierras con el del olivo.
Es tal la simbiosis entre el árbol y los hombres a los que alimenta, que llegaron a elevarlo al rango de árbol sagrado. De su madera se hacían los cetros de los reyes, con sus hojas y ramas se coronaban a los hombres sobresalientes y su zumo se utilizaba además de para la alimentación, para el cuidado y embellecimiento del cuerpo, para la medicina, el alumbrado o para la unción de reyes y sacerdotes.
Con tantos usos no es extraño que las distintas civilizaciones, al expandirse, trajeran consigo este hermoso árbol y con él sus frutos.
Los fenicios difunden el olivo por las islas griegas y la península Helénica. Ya en el siglo IV a. de C. se promulgan decretos sobre la plantación de olivos.
Los romanos siguieron la expansión del olivo por el Mediterráneo, según iban conquistando territorios. Lo utilizaban como arma pacífica para el asentamiento de poblaciones.
El olivo llegó a España con los fenicios hacia el año 1050 a. C.. Pero fueron los romanos los que llenaron la Península Ibérica de olivos, convirtiéndola en uno de los principales exportadores de aceite de oliva. Su importancia fue tal que el emperador Adriano acuñó monedas con un ramo de olivo y la leyenda: Hispania.
Con la llegada de los árabes se introdujeron nuevas variedades, sobre todo en el sur de la Península Ibérica y nuevos vocablos como aceituna, aceite o acebuche.
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