miércoles, 15 de abril de 2009

El exitoso señor Pi

Considerado por sus pares como uno de los profesionales más prestigiosos de la vitivinicultura local, Daniel Pi cuenta cuáles son las claves para estar siempre en la cresta de la ola.

Daniel Pi es un alquimista, en su amplio sentido, combina en sus vinos la química con la filosofía y las matemáticas. Hasta tiene nombre para serlo. Muy alto, sencillo, callado, y con un estilo provinciano, engañador a primera vista, porque cuenta con un sólido bagaje de conocimientos sobre vinos y viñedos del mundo. Casi como Jean-Baptiste Grenouille, el protagonista de El Perfume, podría pasar desapercibido pero cuando cualquiera de nosotros toma un vino de Trapiche, hecho por él, su esencia de investigador meticuloso se hace presente en esa botella y en nuestro paladar. Todos coinciden en que es, quizás, el más exitoso de los profesionales argentinos, ya que, como pocos, es capaz de lograr calidad superlativa en producciones gigantes.

Con 48 años, Daniel es de aquellos licenciados en enología que estudiaron en la Facultad Don Bosco, en Mendoza, cuando “la profesión tenía cero glamour y la gente los miraba como unos estudiantes borrachos”. También es de la generación que pudo aprovechar los conocimientos del famoso Padre Francisco Oreglia, a quien él define como “una persona bastante parca para las relaciones, casi como inalcanzable”. De todas formas, Pi logró muchas cosas del Padre Oreglia, ya que lo convocó para el Instituto de Investigaciones de la Universidad cuando se recibió y también lo casó.

CUISINE&VINS habló con Daniel en un momento cumbre de su carrera.

¿Te ganaste la amistad de Oreglia porque eras buen alumno?
En realidad, era buen alumno, pero cuando terminé la facultad les escribí una carta realizando una crítica constructiva de la carrera. Gracias a Dios lo tomaron bien y me llamaron para preguntarme si quería ayudar trabajando con ellos. De ahí en más empecé a formar parte del Laboratorio de Investigación.

Los conocimientos de esa época ¿todavía te sirven?
Sí, porque eran cosas básicas, lo que nosotros estudiábamos era una enología correctiva, que manejaba los errores que se planteaban en una bodega.
Ése es un cambio fundamental que hubo en la profesión, en el que se pasó de la enología correctiva a la creativa.


Sí, empezamos a estudiar por qué razón pasaban todas esas cosas y, en vez de actuar sobre los hechos, decidimos actuar previamente sobre las causas y no los defectos. Ese fue el gran cambio que se dio, fundamentalmente en los ‘90. El motor original de este cambio estuvo en la escuela de Emile Peynaud y después lo tomó Michel Rolland. Se actúa desde la uva, no sobre el vino. Es tratar de comprender que, para hacer un buen vino, tenés que tener una buena uva. En la enología de aquel momento, inclusive los bodegueros, te decían: “el problema suyo, m`hijito, empieza de la báscula para adelante”. Era un divorcio absoluto entre el enólogo y el agrónomo, que en realidad tienen que estar unidos.

En aquel momento el ingeniero agrónomo no era una persona importante. El viñatero creía que no era necesario contar con él para que lo asesorara en su producción. Lo más importante era la receta familiar, tradicional de toda la vida. Recordemos que era una industria de volumen. Antes, ser enólogo era lo menos glamoroso que existía. Para el común de la gente, éramos todos borrachos. Nosotros veíamos lo que pasaba en California y cómo valoraban el papel del enólogo en las zonas reconocidas de Francia y no lo podíamos creer.


Del laboratorio a la viña
De sus inicios en el INV, en el laboratorio de Investigación de la Universidad, a su paso por la Bodega Quiroz y luego la llamada de Peñaflor, lo único que perduró fue su ansia por conocer, escuchar, ver, leer.


“En el ‘92 me llaman de Peñaflor porque se había producido una vacante en Mendoza, pero luego salió otra en San Juan. Era una época complicada, hiperinflación, mis dos hijos pequeños, así que tomé el puesto de San Juan”, nos cuenta Daniel y agrega, con entusiasmo: “Llegué para hacer vino común y la propuesta era ver cómo hacer un vino común mejorado, con mayor tecnología. Éstos después se llamaron vinos tecnológicos”.


Es un sistema que igualaba, ya que no importaba mucho la calidad de la uva.
Exactamente. En esta etapa apliqué los conocimientos que venía experimentando desde la facultad, en la bodega. Hicimos unas máquinas para hacer hiperoxigenación y flotación, diseñadas por nosotros y empezamos a trabajar en la cosecha ‘93. Esto anduvo espectacular. Fuimos los primeros en aplicar esta tecnología. Para ello realizamos un desarrollo con una empresa local.


¿Era la época de los diferimientos impositivos en San Juan?
Así es. En ese momento nadie se animaba a hacer vinos finos en San Juan. De todas maneras, los Pulenta nos mandaron a Santiago Mayorga, José Boena y a mí a Europa para conocer zonas cálidas y traer variedades que se adaptaran al clima sanjuanino. Trajimos Viognier, Chardonnay, clones de Syrah, Sauvignon Blanc y empezamos a plantar estas uvas en San Juan. Nos fue muy bien, tan bien que en el ‘96 empezamos a exportar a Inglaterra. En el ‘98 llegamos a exportar 800 mil cajas. Eran los primeros vinos finos de San Juan, fue una especie de revolución.


¿Cómo viviste la reestructuración de Peñaflor, en 1998?
En el cambio me hago cargo de Michel Torino en Salta y de San Juan. Me acuerdo que exportábamos menos de cuatro mil cajas, pero empezamos a trabajar en el viñedo y a cambiar esa percepción de que Cafayate era sólo Torrontés. Los vinos tintos salteños eran muy buenos y empezamos renovar la imagen de Michel Torino.


En el año 2000 logré que consideren seriamente generar una marca para vinos finos de San Juan. Ahí surge el proyecto Las Moras. Muchos fueron los cambios y las responsabilidades pero llegué a ser el enólogo de Trapiche cuando, en el 2002, Angel Mendoza se retiró y me tuve que hacer cargo de las líneas de alta gama. Obviamente, estuve a punto de divorciarme porque no estaba nunca en mi casa. Luego hicimos una reestructuración en la empresa y el enólogo de Santa Ana se hizo cargo de Michel Torino, yo me quedé con San Juan y pasé a ser el enólogo de Trapiche.


¿Cuál era el desafío para Trapiche en ese momento?
Primero armé mi equipo con enólogos jóvenes, para cumplir con una meta: en el 2003 Trapiche tenía que exportar 400 mil cajas de vinos y tenía que lograr una imagen de prestigio. Eso queríamos construir.


Y lo lograste, ya que en un lapso muy breve conseguiste vinos excelentes con altísimos puntajes en las evaluaciones de la prensa internacional, y con grandes volúmenes. ¿Cuál es el secreto?
Básicamente no hago nada que no esté en los libros o no se conozca investigando. Todo el tiempo reviso cuál es la tecnología, cuál es la levadura, cuál es el proceso que hay que aplicar para cada variedad. No todos los varietales reaccionan igual frente a la tecnología. Más aún, voy más atrás buscando qué sistemas de conducción son necesarios, qué irrigación, qué clones son los adecuados. Nosotros trabajamos mucho en el viñedo, pensando en el vino
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Tenemos que hacer un vino de $10, que sea rentable para el productor, pero pensando en qué tecnología es la que vamos a aplicar para poder extraer de esa uva el máximo potencial. Es un trabajo que va desde la poda hasta el embotellado y siempre supervisando todos los procesos. Cuando me hago cargo de este grupo de trabajo, pido lo mejor en todos los pasos del proceso de elaboración, porque si no hay una integración completa no se logran buenos resultados. Se piensa que en una bodega pequeña es más sencillo lograrlo pero es una equivocación. La bodega grande tiene que adaptarse a los tiempos modernos, en los cuales lo más importante es la materia prima y en función de ella se tiene que observar qué tecnología aplicar para obtener el resultado querido. En mayor o menor medida, el método es el mismo ya sea una bodega chiquita o monstruosa. Cambia el tamaño de la moledora, del equipo de frío o de la vasija pero el proceso es el mismo.


De todas formas, el control de una bodega grande es para un profesional minucioso que está en todo.
Claro. Primero, la gente con la que trabajo tiene que estar convencida de lo que estamos haciendo. Por eso cuando hablo con mi equipo lo convenzo desde el punto de vista técnico. El gran desafío es que todos técnicamente estemos de acuerdo en lo que hay que hacer porque es lo mejor para el vino.


¿Cómo es posible que -sobre todo en la franja de menor valor- lograr tanta calidad?
Mi filosofía de trabajo está basada en un término inglés, over delivery: tratar de obtener el máximo de calidad posible al precio más conveniente. Que la ecuación para la empresa sea a un costo relativamente bajo, con una máxima calidad. Para mí, el mejor premio es que lo que uno desarrolle como diseño de un producto, se traslade en una cata a un hecho concreto, que la calidad de lo que yo estoy haciendo esté por encima del precio de lo que estás pagando.


¿Cuáles son los vinos que más te ha gustado hacer?
Tengo preferidos por etapas. Cuando estaba en San Juan fue muy importante para mí ayudar a desarrollar el concepto de Las Moras. Por eso siempre tengo algo de mi corazón en Mora Negra. Ya en Trapiche, lo que guardo como especial fue la posibilidad de imponer el concepto de single vineyards, para mí el hijo mimado. Es el proyecto más ambicioso del que he podido participar, desde una idea de marketing hasta desarrollar el vino.


¿Cómo lo desarrollaste?
Con los single vineyards la idea era tratar de revertir una supuesta debilidad de Trapiche que, como bodega grande, no elabora solamente de viñedos propios. Nosotros trabajamos mucho con viticultores y teóricamente esto era una debilidad, desde el punto de vista de los conceptos de vinos finos.


Mi idea es, a partir de dicha debilidad, tratar de hacer un vino de alta gama y comunicarlo en la etiqueta. De esa manera nosotros hacíamos vino con uva de los viticultores y, a la vez, les hacíamos un homenaje poniéndoles el nombre. Así elegimos todos los años los tres mejores Malbec de los viticultores y a la vez contamos una historia de vida.

En la Argentina hay 30 mil viñedos y mil bodegas. Recorriendo los viñedos, se encuentra gente que ama esta tierra, que tiene las manos del laburante. Todos ellos son anónimos, olvidados. La idea era rescatar esas historias y mostrarlas a través de un vino.

Todos los single vineyards son Malbec. Entre ellos están Victorio Coletto, Francisco Olivé y el que fue el motivo de toda esta idea: Felipe Villafañe. A Villafañe lo conocí en el 2003. Apenas me hice cargo de la bodega, salí a recorrer los viñedos y me encontré con esta persona de más de cien años, dueño de un viñedo pequeño en La Consulta. Para mí fue un hallazgo y sentí que esta historia había que contarla. Luego falleció, pero para mí, el pago más grande que he tenido en toda mi profesión fue haber hecho un vino con sus uvas, que él lo viera, lo tomara y que tuviera su nombre.


¿Qué otros vinos tenés en tu recuerdo?
Uno de ellos es Iscay. Me metí de colado en el 2002 cuando se fue Ángel Mendoza y trabajé en esa cosecha con Michel Rolland. Luego el desafío, a partir del 2004 fue poder mantener el estilo. Gran Medalla es un desarrollo de mi época. Había un tema pendiente para Trapiche, la idea era desarrollar un gran Malbec para el mercado interno. Mi etapa era de desarrollo del Malbec, con el single vineyards, con el Gran Medalla y con el Fond de Cave Reserva.


¿Tenés alguna idea pendiente sobre cierto vino para realizar?
Una asignatura pendiente es hacer un buen blend, un vino de corte importante. Por ejemplo, en el Gran Medalla Malbec intervienen cuatro o cinco terruños, con distintos métodos de vinificación, distintas barricas y distintos métodos de elaboración. Así uno obtiene una paleta de matices dentro de un mismo color, como los pintores. A mí me gustaría encontrar la forma de hacer un gran vino de corte. Básicamente, tendría que ser Malbec.


¿Cuál es tu opinión respecto del Pinot Noir?
Es un desafío para todos los enólogos. Es como las mujeres, no hay que entenderlo, hay que quererlo. Es bastante difícil. Nosotros tenemos un clima muy árido para el Pinot Noir. También hay que tratar de entender el concepto de lo que quiere el consumidor de esta variedad y después aplicarlo a lo que tenemos nosotros, es el desafío más importante. En un viaje que hice a Nueva Zelandia me ayudó mucho entenderlo y ahora estamos aplicando esos procesos.


¿Qué significan los premios para vos?
No soy muy creyente de las medallas y los premios. Lo que más me gusta es que la gente elija el vino y que se sienta conforme con lo que uno hace. De nada sirve tener un vino con doble medalla de oro en un concurso y que no se venda nada. Lo mejor de los premios es que te elija el consumidor. Mi enología está basada en lo que el consumidor quiere, soy muy pro de entender lo que la gente quiere.


¿Qué consumidor te interesa cautivar?
Tenemos una paleta muy amplia. El consumidor va evolucionando con la edad. Cuando se inicia en el consumo de vino prefiere cosas muy simples y fáciles de entender, que no sea agresivo y a medida que van pasando los años y toma experiencia en el consumo, va transitando hacia vinos más caros y más complejos. Y no necesariamente tiene que pagar una fortuna por un buen vino.

¿Cuáles son tus proyectos personales para los próximos años?
Tengo 48 años. He obtenido más de la profesión de lo que creía que podía obtener. Soy muy agradecido a la industria porque tuve la oportunidad y la tomé. Hice muchos sacrificios personales y familiares para llegar. A futuro no me veo haciendo otra cosa que no sea vino.

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Daniel Pi es un alquimista, en su amplio sentido, combina en sus vinos la química con la filosofía y las matemáticas. Muy alto, sencillo, callado y engañador a primera vista, porque cuenta con un sólido bagaje de conocimientos sobre vinos y viñedos del mundo.


“El Pinot Noir un desafío para todos los enólogos. Es como las mujeres, no hay que entenderlo, hay que quererlo. Es bastante difícil. Nosotros tenemos un clima muy árido para el desarrollo de esta cepa”.

Fuente: Cuisine & Vins

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