martes, 24 de marzo de 2009

El vino y el cristianismo

Los relatos históricos coinciden en que no es sino hasta la segunda mitad del primer siglo, cuando los cristianos son expulsados de las sinagogas judías, que el cristianismo zanja definitivamente con el judaísmo. Antes que eso ocurriera, la identidad hebrea de la nueva religión era más que evidente. El liderazgo cristiano era casi por completo de origen israelita y la preponderancia hebrea era notoria. Las reuniones seguían celebrándose en torno al Templo de Jerusalén y en cada ciudad los apóstoles continuaban acudiendo a las sinagogas.
No debe sorprender, por ello, que la relación entre el cristianismo y la simbología de la vid tuviera fundamento no solo en la orden de Jesús de conmemorar su muerte y resurrección cada vez que, ritualmente, se bebiera el vino y se comiese el pan, sino también en la tradición judía pos exílica, que le da un lugar preponderante, como ya hemos visto, en la celebración de la Pascua y los rituales de bendición (Pablo lo confirma cuando menciona en 1 Corintios 10:16 “la copa de bendición que bendecimos”, clara alusión judía refiriéndose a la comunión cristiana).
Resulta sugerente que el primer milagro de Jesús registrado por los evangelios ocurriese en una boda en torno al vino. Allí se puede observar también algo de las costumbres sociales judías, influidas por la cultura grecolatina, de entregar primero el mejor vino y al final el de menor calidad. Pero también se atisba una nueva relación del creyente para con Dios (Nuevo Pacto) cuando se comenta negativamente que Jesús es un hombre que bebe vino sin restricciones (Mateo 9: 10-17), a diferencia de Juan el Bautista (profeta típico del Antiguo Pacto), a quien se le prohibió beber vino o licores desde su nacimiento (Lucas 1:15).
Algunos autores encuentran aquí una referencia a Dionisos, a quien se le atribuye también transformar el agua en vino. Si se piensa que el apóstol Juan escribió su relato finalizando el siglo I, cuando ya circulaban herejías cristianas de corte gnóstico (una religión sincretista que tomaba elementos de distintos cultos religiosos grecorromanos y orientales), no sería extraño que el escritor haya querido resaltar la figura de Jesús por sobre toda divinidad pagana.
La siguiente referencia, fundamental en lo que se refiere a la relación del vino y la religión cristiana, se encuentra en los relatos de la última cena. En esa oportunidad, Jesús instaura el ritual más importante, cuyas connotaciones no son interpretadas de manera unánime en el mundo cristiano. El Hijo de Dios establece una relación entre el vino y él al levantar la copa y decir “Esto es mi sangre del pacto, que es derramada por muchos para el perdón de pecados. Les digo que no beberé de este fruto de la vid desde ahora en adelante, hasta el día en que beba con ustedes el vino nuevo en el reino de mi Padre” (Mateo capítulo 26, versículos 28 y 29).
En el siglo XVI y XVII la cristiandad se dividió entre quienes consideraban que la presencia de Jesús en el vino era real (catolicismo romano), “mística” (luteranismo) o simbólica (calvinismo y demás ramas protestantes). Lo cierto es que en los primeros siglos del cristianismo todos los miembros de la iglesia (clero y pueblo) participaban plenamente del vino. En el siglo XI se impuso la costumbre de que los seglares no comulgasen con el vino. Hoy sólo la rama protestante de la iglesia cristiana lo hace. Con todo, ningún aspecto del culto a Baco relaciona el simbolismo del vino con el sacrificio expiatorio, con la paga de los pecados que efectúa el dios-hombre (Cristo) por la humanidad. Pero la relación vino-sangre de Cristo también provocó en su momento muchos malentendidos y no pocos sufrimientos para el pueblo cristiano. Debido a que las reuniones para celebrar la comunión cristiana con el vino y el pan se celebraba a puerta cerrada, circuló en Roma el rumor de que en el ritual se realizaban sacrificios humanos y se bebía la sangre, acusación que valió varias persecuciones oficiales.
Como una probable intento de establecer una diferencia total con los cultos dionisiacos aparece en el Nuevo Testamento una orden apostólica: “No os embriaguéis con vino, en lo cual hay disolución; antes bien, sed llenos del Espíritu Santo” (Efesios 5:18). La disolución o desenfreno parece una alusión a las orgías báquicas que hemos descrito al hablar del culto a Dionisos. Pero eso no impide al mismo autor, el apóstol Pablo, aconsejar a su discípulo Timoteo que beba vino en lugar de agua a causa de sus constantes males estomacales (1 Timoteo 5:23).
El simbolismo vitivinícola del cristianismo no se reduce al vino. Se extiende también a la planta. En varias parábolas, Jesús describe a la heredad de su padre (el pueblo de Dios), como una viña que ha sido mal administrada por obreros malvados. Además, el propio Cristo se propone, en uno de las alegorías más bellas del Nuevo Testamento, como la vid verdadera, a su Padre como el labrador o viñatero y a sus discípulos como pámpanos, como sarmientos jóvenes. En esta alegoría hace una referencia a la poda de los viñedos y su relación con el rendimiento de la planta (Juan, capítulo 15).
La historia posterior de la iglesia no ha hecho más que refrendar la importancia de este imaginario cristiano en torno a la vid y al vino. No solamente en su arte (decorados, pinturas y grabados suelen representar las labores en viñedo, amén de imágenes del niño Jesús comiendo racimos de uvas que representan su muerte y sacrificio), sino también en sus labores vitivinícolas: es reconocido que durante la Edad Media, sin la iglesia, el trabajo en las viñas, la elaboración y comercio del vino pudo haberse perdido irremediablemente.

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