lunes, 7 de abril de 2014

Descubrir Belém

La capital del estado de Pará es una ciudad intensa del norte de Brasil, a la que envuelven aguas fluviales y en la que a diario convergen riquezas provenientes del mar, la selva y las islas cercanas. Es Belém do Pará, antigua y caótica, de raíz europea y sangre indígena, de razas demasiado mixturadas y una esencia casi, casi amazónica.

Desde la madrugada y hasta las primeras horas de la tarde, el puerto de Belém parece un enjambre de gente comprando y vendiendo los frutos del río. Luego el lugar se acalla y aparece el perfil de la Cidade Velha. Autor: Xavier Martín.

Sus colores son vibrantes y en cuanto uno cree que es capaz de identificarlos, aparecen nuevas  especies y formas. Por lo general, tienen un sabor intenso, un poco agrio, que hace estremecer todo el cuerpo y dejan huella por largo rato en el paladar. No tratan de complacernos y recién se empiezan a disfrutar cuando dejamos de compararlos con lo conocido y permitimos que nos lleven a lo nuevo que traen en su interior. Exactamente lo mismo pasa con Belém.

La llaman Belém do Pará, por el estado del que es capital, y usa nombre y apellido aún coloquialmente. Está más al norte que la mayoría de las localidades que la gente nombra cuando dice que estuvo en Brasil. Eso ocurre porque no es parte del famoso Nordeste (pronunciado nordeschi) ni se la reconoce como a la amazónica Manaos.

En Belém no hay mar sino ríos, el Guamá y el Guarajá, que la bañan y nutren. Por ellos llegan cada día, desde las islas, la selva y el mar abierto, un enjambre de embarcaciones, frutos, artesanías, aves y pescados magníficos que coronarán sus manjares.

La historia de Belém do Pará empezó en 1616 cuando, en tierras de los indios Tupinambás, los portugueses instalaron un fuerte cuyas ruinas se preservan hoy en el complejo Feliz Luzitania. Ese fue realmente el primer nombre de la ciudad, que por su estratégico lugar, le tocó ser vigía de posibles invasores franceses, británicos u holandeses, centro de operaciones jesuita en la región y luego puesto de control de los productos exóticos que Europa demandaba por necesidad, curiosidad o ambas.

Belém también supo de la época del oro del caucho, que se extraía de la selva y sostenía la pujante industria automotriz a finales del siglo XIX, antes de que fuera sustituido por el plástico. Como en Manaos, de esos años han quedado joyas de la arquitectura, algunas recuperadas y destacadas, como el Teatro de la Paz, otras semiocultas tras la cosmética cotidiana de una ciudad que crece arrebatada por su clima ecuatorial.

La temperatura, que a lo largo del año varía de mucho a muchísimo calor, marca su fisonomía y su carácter. La música es sensual, la ropa mínima, los colores estridentes, los olores inevitables, las dimensiones absurdas, las lluvias poderosas y breves. La imagen de control civilizado sobre la Naturaleza que le puede dar el cemento se desbarata con el tendal de mangos que cae sobre las aceras con cada chaparrón, la desmesura de los troncos que minimiza cualquier construcción humana y el trino de las aves que compite con bocinas y ruidos citadinos. Y, allí nomás, en la selva cerrada, el río que desciende potente y opaco.

Sus habitantes se parecen al paisaje. En el trajinar urbano hay una mezcla de razas donde se adivina la inmigración portuguesa, las camadas de esclavos negros y la importante inyección de población japonesa, que ya lleva 80 años. Las actividades sociales y domésticas ocurren en la calle o dentro de casas donde puertas y ventanas están abiertas de par en par, casi lo mismo que estar afuera.

Una vez por año, el segundo domingo de octubre, la población de Belém se duplica y dos millones de católicos asisten a una de las mayores procesiones religiosas de Brasil, el Círio de Nazaré. Desde hace más de 200 años, ese día una marcha masiva acompaña a una pequeña estatua de la Virgen en su camino de la Catedral da Sé a la Basílica de Nazaré.

Excepto por los edificios del centro, es una ciudad baja que se recorre con facilidad a pie, en taxi (por la noche o en las horas de calor sofocante) o a través de su fluida red de colectivos. No importa cuánto haya estudiado el trayecto, siempre terminará dependiendo del cordial asesoramiento de quien encuentre a mano y que por lo general no hablará inglés ni portuñol, pero sonreirá, ayudará y volverá a sonreír.

Durante nuestro viaje, la abundancia, casi el derroche, de buenos samaritanos compensó con creces la desazón que nos provocó la falta de mapas claros, indicaciones ciertas y señalización formal en medio del sonoro caos, permanente y feliz, en el que nos sumergió Belém.

¿Ningún taxi (disponible, se entiende) se apiada de las señales de quien se derrite bajo el sol del mediodía? Un agente detiene por completo el tránsito e indica a la pasajera que ascienda a uno. ¿El turista enmudece en el mostrador de las famosas heladerías Cairú, repasando las opciones tentadoras –pero imposibles de decodificar– de sabores? Un encantador empleado ofrece “experimentar” (recuerde esa palabra, tiene efectos sorprendentes cuando se menciona en Belém) y colma una cuchara con cada gusto. Pueden ser cinco, diez o 15 cucharas. Y puede hacerse más de una vez, damos fe.

Un ciclista desconocido nos salvó de un posible asalto, cuatro cuadras detrás de São José Liberto (no adentrarse en esa zona hacia el río); un émulo de Bob Marley enseñó al fotógrafo de LUGARES a tocar carimbó si le mandaba luego una foto; una colegiala me rescató y acompañó hasta encontrar el hotel; un paseante nos alertó de los espíritus que acechaban en el Jardim Botánico… y la lista podría seguir. Porque conocimos Belém a través de gente anónima y personas como las que engarzan ahora nuestro relato.

Priscila

Su posada no tiene cartel en la puerta y la forma más directa de llegar es conduciendo tres cuadras a contramano, como lo hacen sin titubear los automovilistas en cuanto oscurece (sólo una muestra de la libertad de interpretación de las reglas de tránsito).

Nacida y criada en Belém, la veinteañera Priscila Barata y su marido Roberto instalaron la Ecopousada Miriti en lo que fuera la casa de su infancia. La idea era desarrollar un segmento que prácticamente no existe en Belém: un hospedaje céntrico, de menos de 20 habitaciones, celosa vigilancia de la limpieza y el cuidado ambiental.

Casi todas las mañanas, Priscila baja al mercado Ver-O-Peso, tal como hacen las amas de casa, los comerciantes y cada turista que pone sus pies en Belém. Nosotros fuimos cuatro veces en cinco días.

Funciona desde 1625 y parte de su estructura fue traída de Inglaterra. Dice ser la feria abierta más grande de América Latina y en los dos mil mostradores que bordean el muelle, el río vuelca sus más preciados productos –animales, vegetales, artesanías– que, con ritmo febril, se comercian desde la madrugada hasta las primeras horas de la tarde.

La escena puede parecer confusa al principio, pero Ver-O-Peso mantiene un orden y disciplina notables, donde cada cosa está clasificada por sector y los horarios se respetan con la misma puntualidad con que al mediodía toca la sirena y todos, vendedores, compradores, curiosos y ladronzuelos, se persignan.

Rubinho

Suyo fue el primer “cartão” (tarjeta) de los muchos que acumulamos en una semana. Nos lo entregó luego de recogernos con su taxi en el aeropuerto a la medianoche, mientras tratábamos de adaptarnos al aire hirviente que nos envolvía.

Nunca abandona una sonrisa sutil. Saluda a los clientes por su nombre, que no olvida, y da la mano con firmeza. No habla mucho, pero aporta datos precisos: “El único lugar para cambiar dólares fuera de los horarios hábiles es la banca de Avine”, el quiosco en la Plaza de la República. Seis días tratando de refutarlo terminaron por demostrar que todos los consejos de Rubinho eran ciertos. Con la misma seguridad habla de política y, si mantiene la puntería, tendremos Brasil para rato.

Cuando no está haciendo algún traslado en forma particular, se instala en la parada de la Plaza de la República tomando coco helado, la bebida más común cuando no es cerveza, con otros taxistas. El lugar es clave, porque es un punto neurálgico, sobre todo el domingo.

Desde el alba, los domingos empiezan con café con leche y tapioquinha para los que madrugan o pasaron la noche allí. Mientras, como un dominó se va levantando un contorno de puestos donde ofrecen ropa, antigüedades, artesanías, mascotas, tatuajes, libros usados, esencias curativas, juguetes, celulares, tuppers, jueguitos electrónicos, comida, jugos, etcétera, etcétera.

En el centro de la plaza, un grupo toca y baila la música más popular, el carimbó, pegadizo y más coral que como suena en los espectáculos. Más allá, niños, niñas, señoras y señores bailan capoeira. En uno de los lados de la plaza, solemne ante tanta irreverencia, se yergue el Teatro de la Paz, como recortado de una ciudad europea para instalarse desde el siglo XIX en medio de esta fiesta.

Raimundo Filho

Su tarjeta se sumó a la pila, pero ésta, además del nombre y el teléfono, decía “Jesús te ama”. Frases religiosas se leen en muchos de los barcos que se agolpan en la costa formando un tapiz ondulante. Uno se termina acostumbrando, porque están inscriptas también en los portales de las casas, los negocios y hasta los carritos de comida al paso.

Pero Raimundo la incluyó en la tarjeta porque es su única infraestructura. Él y sus colegas, identificados con camisa azul eléctrico, caminan por la desaliñada estación fluvial de pasajeros ofreciendo boletos a Manaos con escala en Macapá, Santarem y Jari. 

Conoce a su clientela y sabe que si no es un isleño que recorre ese trayecto de cinco días de río como quien va y viene de la oficina, posiblemente se trate de alguno de los mochileros que han cruzado medio mundo para  poder realizar esa travesía mítica.

De la Estación Rodoviaria, así como de alguno de los varios muelles de Icoarací, a 18 km de Belém, sale la mayoría de los barcos de pasajeros que circula entre la capital paraense y las ciudades que asoman desde la selva, río arriba. Para ellas, el agua es la única autopista. Y los puertos, la única vía de ingreso.

Los barcos no son tan pintorescos como las réplicas de madera que venden los artesanos, pero son sencillos y prácticos: enormes embarcaciones techadas, sin paredes. Las que van a Marajó –la gran isla de enfrente– o al Amazonas pueden transportar más de mil personas, con ganchos para colgar las hamacas cuando es más de una jornada de viaje.

A unos 300 metros de la estación fluvial está la elegante Estação das Docas, un antiguo puerto reciclado que parece un calco del Puerto Madero porteño. Allí hay agencias de turismo y empresas fluviales que ofrecen excursiones y paseos en barcos con dormitorios y camas. Impecable y bien custodiada, en la Estação Das Docas están los restaurantes más famosos de Belém, dos sucursales de la imperdible heladería Cairú, bares donde se toma cerveza a toda hora y, los fines de semana, espectáculos gratuitos al aire libre.

El río gana en la costa, pero la selva es reina y señora en parques salpicados por Belém, por donde circulan más lugareños que turistas. El Jardim Botánico Rodrigues Alves está algo descuidado, pero parece sacado de un libro de ficción por sus laberínticos pasillos de donde surgen construcciones ornamentales, jaulas con animales, plantas fantásticas y teléfonos públicos que funcionan. Una versión de flora y fauna amazónica más prolija está en el Museo Emilio Goeldi, en plena tarea de actualización.

Eneas

Tiene el cuerpo pequeño y bruñido que viste un gastado conjunto de pantalón corto, remera y ojotas. Trabaja como guía en Marajó, de donde salió sólo una vez en sus 36 años de vida, cuando cruzó al continente para hacerse un tratamiento médico. El recuerdo de haber dejado la isla es lo único que lo pone serio; si no, Eneas ríe, ríe de todo y casi todo el tiempo.

Y quienes lo escuchan ríen sin saber por qué. Él ni se da cuenta del efecto que produce y menos aún de la perplejidad en que nos deja cuando coloca un pendrive en la radio del auto para escuchar música o ver videos, cuando opina sobre redes sociales y teclea su celular de alta gama. No conoce el mar y lo admite sin remilgos; señala las olas de río que rompen en la playa de arena que parece azúcar impalpable y sentencia que no necesita nada más.

Maneja el auto como una flecha, apurado por aprovechar los horarios de la lancha que traslada los autos por el río que divide Soure de Salvaterra, los dos principales poblados de la isla, y mostrarnos al menos parte de la isla, que ocupa 50 mil km2. Sólo desacelera al cruzar las manadas de búfalos que pastan mansamente en los campos, las ciudades y los caminos.

Marajó es el principal centro turístico de Pará y arranca suspiros cuando se lo menciona en Belém. Divide sus atractivos entre la playa, que se aprovecha desde hoteles sin lujo pero con pileta y servicio internacional, y las estancias, tierra adentro, que alojan e instruyen sobre la cría de los búfalos. Los animales llegaron a Marajó por algún barco encallado, según reza la tradición, y hoy acarrean, arrean, alimentan y abrigan el día a día de la isla.

Eneas nos mostró, en tiempo récord, una barraca donde nos explicaron el proceso de curtiembre y trabajo del cuero para producir zapatos y carteras en el plazo de dos meses.

En Soure, nos llevó al taller de Carlos Amaral, uno de los artesanos que ha hecho tan famosa la cerámica del lugar, aunque tiene más puestos de venta en el continente que en la isla. 

Carlos moldea el barro con las manos, mientras sus pies hacen girar el torno y, sin levantar la mirada, explica los símbolos, muestra sus hallazgos arqueológicos y relata las anécdotas detrás de las fotos con Sonia Braga y otras visitas famosas a su taller.

De noche en la playa, la brisa del río nos da la primera tregua al calor del día. Sin una sola luz en el horizonte ni otro sonido que el agua tibia que baña nuestros pies, uno entiende de qué habla Eneas cuando sufre partir.

Claudia

Conocimos a Claudia Aragão el último día. A cargo del servicio de información turística de Pará, dulce pero firmemente nos tomó examen de lo recorrido y probado durante la semana transcurrida en su estado, para corroborar que nada indispensable quedara afuera. Es evidente que, además de cumplir con su trabajo, es fanática de Belém y lamenta de corazón que nos hayamos perdido el tranvía que recorre el centro histórico, el bondinho, ni visitado el Centro de Convenciones Hangar. “A las convenciones le debemos el nuevo rebrote de la inversión turística, que se traduce en nuevos hoteles, como el Crowne Plaza o la actualización de los existentes”, comenta.

Está segura de que el Belém que vimos es sólo el principio del polo que está surgiendo gracias una fuerte promoción.

Cidade Velha, la parte vieja de la ciudad, muestra el trazo firme de una ciudad que quiere sacar a relucir sus tesoros. La fuimos recorriendo a picotazos, pero la mejor manera de conocerla sería calzarse zapatos cómodos y empezar desde el puerto de pescadores por los dos museos, el de Arte Sacro y el del Círio, donde se exhiben en forma teatral piezas bellísimas y se explica claramente gran parte de lo que se verá luego en las calles.

Lindante está el complejo Feliz Luzitania, que incluye los restos del fuerte original de la ciudad y un complejo cultural –la Casa de las Onze Janelas–, donde hay muestras temporarias y una rambla donde dejarse hipnotizar por el río. Enfrente, la recién remodelada Catedral y, serpenteando sus callejuelas, iglesias centenarias que se están remodelando o lo estarán pronto. Ya en el otro extremo, el antiguo puerto de Guamá, con su banco exclusivo para taxistas en la puerta y, el Mangal das Garças, un solaz de aves y mariposas.

Alejado algunas cuadras, el nuevo Pólo Joalheiro –en lo que fuera el antiguo presidio de São José Liberto– reúne al Museo de Gemas del Estado y la Casa del Artesano, donde se venden artesanías originales, las más lindas que vimos después de la feria dominical de Plaza de la República.

El trayecto de cruzar la Ciudad Vieja insumirá casi todo el día y al menos media docena de botellas de agua o cocos helados. Si uno está con suerte, puede encontrar algún puesto callejero de abacaxi recién desembarcado de las islas.

Si en la ciudad no llegara a toparse con ellos, puede ser que los encuentre más cerca del puerto o, sin duda, en Ver-O-Peso: el rito es el mismo. El vendedor deja que uno elija el que quiere por el olor y en un santiamén lo pela y corta en el aire con el machete.  El sabor inicial se parece al de nuestras latitudes, pero en la boca se deshace mucho más dulce, jugoso y refrescante. Si las demás frutas no lo lograron, ahí Belém habrá dado el último y certero zarpazo para conquistar nuestro paladar y, con él, nuestra alma.

Por Encarnación Ezcurra

Fuente: lugaresdeviaje.com

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