miércoles, 8 de abril de 2009

Agua ardiente

Aunque los amantes de esta bebida sagrada desconocen fronteras, la planta que le da origen -el agave o maguey- viene de la patria de los mariachis y los charros, exactamente del minúsculo municipio de Tequila. Llegar hasta allí significa atravesar el Distrito Federal de México, luego adentrarse en el estado de Jalisssco -con acento vernáculo- y finalmente sortear Guadalajara.

En el reino aguardentoso del agave la tierra se tiñe de azul, un azul que no es cielo y no es mar porque lleva algo de gris y una pizca de verde que en estas latitudes desérticas escasea. Pinchudo por fuera y carnoso por dentro, el maguey lleva en su vientre -corazón o pina- el elixir que más tarde se convertirá en la espirituosa emblemática de México.

El principio de todos los males y de todos los bienes:
No es difícil imaginar por qué, en tiempos prehispánicos, el maguey era considerado un regalo divino de la diosa Mayáhuel, que gracias a sus 400 pechos podía alimentar a sus cuatrocientos hijos, dioses de la embriaguez. La leyenda cuenta que durante una tormenta un rayo cayó sobre un campo de agaves y partió una planta quemándola hasta hacerla fermentar. Seducidos por el dulce aroma, los nativos descubrieron un néctar que brotaba de la planta, y se atrevieron a probarlo.

Causante de pasiones desbordadas, vicios y tragedias, el octli o pulque -jugo fermentado por acción del calor ambiente- se redujo con el tiempo al círculo de rituales religiosos y al paladar de sacerdotes, ancianos y embarazadas. Sin embargo, los usos del maguey no portaban nombre, género ni clase social: las espinas servían de alfileres y clavos; las fibras, para tejidos y sandalias; el papel, para códices; las hojas secas, para combustible, y su líquido como santo remedio para llagas, cuchilladas y mordeduras de víbora.

Cuando llegaron los españoles no hicieron más que sorprenderse al ver que las cabelleras de los viejos nativos no delataban ni una sola cana. Dicen que los que saben que el pulque tenía mucho que ver con la ausencia de las "nieves del tiempo" en las cabezas de los indigenas.

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