viernes, 2 de enero de 2009

Luis Casanova Sorolla hace sus obras con vino.


“¿Qué pasa si te tirás un pedo en el medio de la calle con el culo al aire? ¿Alguien puede decirte que eso no es arte?” No es romántica, pero envuelta en acordes suaves y un tono cómplice, la explosiva carta de presentación motiva el oído.
Audaz, Luis Casanova Sorolla sabe cómo tentar. De entrada, la sospecha: el irreverente preguntón está atajándose de las críticas que podrían dinamitar su obra. Quizá. Nunca lo dirá. En cambio, abre las puertas de su historia reciente y no tan reciente para afirmarse en sus raíces peruanas, explayarse en su exilio austríaco, sobrevolar su carnaval brasileño y patentar su presente argentino.
No esperó a cumplir treinta años, como sugiere el escritor y enólogo Miguel Brascó. Tiene apenas 24 y ya se embarcó en la aventura del vino. Una desprejuiciada aventura que no exige al paladar sino a la mano. El talento que amaneció en la niñez se combinó con fundamentos teóricos y el resultado aflora hoy sobre el papel. Vino como musa, vino hecho pintura, vino como arte.
Es calma, reflexión y atuendo de lino. Es pasión y un dedo para acelerar la acción del hielo en la Coca light. “No pinto de onda, ni para llenarme los bolsillos, ni para chupar más”, advierte. ¿Entonces?
“Estoy fascinado por el potencial que tiene el vino. ¡No tiene límites! Siento que en mi vida ya no hay marcha atrás en esta historia.” La última noticia que lo tiene como protagonista es que a la princesa de Holanda, Máxima Zorreguieta, le gustan sus trabajos y lo contrató para que retrate a la familia real durante los próximos meses.
–Nació en Perú, estudió en Austria y vivió en Brasil. ¿Por qué eligió anclar en Buenos Aires?
–Es el mejor lugar del mundo para estudiar las técnicas de pintura con vino. Siento que Argentina es la cuna del vino, por eso estoy experimentando acá.
–¿La experimentación incluye pintar bajo los efectos del vino?
–Tomo mucho más cuando no pinto. Aun así me han invitado a pintar en ciertos eventos en los que había mucho vino para tomar: me arrepiento de haberlo hecho.
–Entonces, ¿no es de los artistas que necesitan estar evadidos de la realidad para crear?
–Muchos artistas trabajan bajo los efectos de drogas alucinógenas, yo no. En la universidad, en Austria, el porro era moneda corriente y todos pintaban fumados: yo recién lo probé a los 22 años. Cuando fumé me sentí tan raro que no me imaginaba sentarme a pintar.
A los 22, hacía siete que sus hermanas lo habían empujado a cambiar Lima por Viena. El joven Casanova Sorolla viajó, aprendió un idioma rígido, terminó el colegio y se paró frente a la prestigiosa Bellas Artes. Juntó coraje para un severísimo examen. Después de tres jornadas extenuantes, un interrogante frente a treinta profesores: “¿Por qué estás acá?”, le preguntaron. “Quiero ser pintor”, contestó sin aspiraciones de Dalí. Nadie agregó un pero. Ese silencio a coro lo apabulló. “Me levanté y me fui”. Quedó seleccionado entre 2.000 aspirantes. La motivación iniciática le duró un suspiro. Antes de terminar el segundo año se hartó. “Era todo un descontrol. Todos se creían artistas porque estaban con el pelo manchado y la ropa sucia. Después de sugerirme que no estudiara si quería ser pintor, un profesor me preguntó si pretendía ser un artista apático y discutí con él –recuerda mientras relojea la última de sus pinturas–. Mi obra fue defenestrada por toda la clase y entendí que no era para mi.” El pichón de artista hizo una tómbola, vendió cuadros, resucitó sus latentes dotes para el capoeira y puso el cuerpo para recaudar.
Con 1.800 euros en el bolsillo cruzó el Atlántico en sentido inverso y emprendió un tour artístico: pintó en Belo Horizonte, Ouro Preto, Río de Janeiro, lo mismo en Foz de Iguazú, frente al Obelisco y en el Morro de Arica.
–¿Fue el final de su etapa educativa?
–Posiblemente. Las escuelas de arte son muy peligrosas para los artistas. La nueva oleada de arte moderno no tiene ni pies ni cabeza: si tu profesor pone un placard contra la pared, después lo quita y ese polvo que queda representa una propuesta artística… nadie puede decirte nada. Tardó algunos años en reconciliarse con Austria, pero hace poco aquel profesor que lo maltrató le dijo “pintor”. Tardó mucho en enfocarse sólo en la pintura, pero hoy una fundación europea ayuda a pulir al diamante sin la necesidad de tómbola o capoeira. Tardó menos en hacer pie en Buenos Aires, gracias a que la polifacética Valeria Frías le dio la llave de entrada a exposiciones de Punta del Este, Miami y Guadalajara. Tardó en darse cuenta de que el vino estaba ahí, esperándolo, invitándolo a que su mano talentosa le hiciera caso a Borges y lo convirtiera en música, en fuego o en leones.
–¿Cómo se dio cuenta?
–El vino apareció de casualidad. Yo estaba repleto de elogios, premios y reconocimientos, pero no tenía dinero ni acuarelas, sólo algunos vinos para tomar. Entonces se me ocurrió hacer una prueba con eso. Fue el comienzo de todo.“No es un desperdicio”
Es cierto que el vino fue concebido para ser bebido, pero todo el mundo tiene derecho a utilizarlo de la manera que quiera. Partamos de una premisa: si hay gente que se bañó en vino, no me parece mal que alguien decida usarlo para pintar. Aunque para mí es algo absolutamente desconocido, emplearlo como una técnica de pintura no es un desperdicio, sino una manera de ver las cosas. Más aún, el procedimiento de pintar no es relevante: lo importante es qué se haga con eso, cómo se exprese. Yo creo en la libertad y, por lo tanto, en la libertad de creación. Fernando Vidal Buzzi, crítico gastronómico.
criticadigital.com

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