1. Que cobren cubierto.
¿Es necesario que un restaurante cobre aparte el lavado del mantel y el detergente que usan para los tenedores? ¿No es más fácil prorratear el gasto en los demás precios del menú? La mayoría de la gente considera que $7 de cubierto es un abuso, pero no dirían nada si cada plato y cada postre costara uno o dos pesos más. Es como si yo fuese a un negocio de ropa y me cobraran $260 por un pantalón más $1 de perchero, $4 de probador y $1,50 por cada mirada al espejo. Un disparate.
2. Que cobren extra por compartir los platos.
La nueva avivada de moda en Buenos Aires es cobrarte un recargo si decidís comer un plato a medias. Son cada vez más los restaurantes bravucones que pusieron un impuesto a la austeridad para quienes tengan poca hambre o prefieran abocarse al postre. Si pedís un café de $7 o una Coca de $10 no pasa nada, pero si comés una tira de asado de $42 a medias, tenés $9 de recargo. ¿O sea que si como dos platos yo sola me hacen descuento?
3. Que apliquen la regla del 1,5 como si los clientes fuéramos estúpidos.
No sé si habrán notado que cada vez que dos comensales piden un mismo plato, en vez de venir dos porciones viene una y media repartida en dos platos, o en una bandeja más grande. Si pido dos woks idénticos, el chef no saltea dos porciones de pollo, no filetea dos porciones de champignones, ni pone dos puñados de almendras. Hace un wok más grande y lo divide en partes iguales. De la misma forma, si se piden dos porciones de papafritas, viene una bandeja grande que jamás tiene la misma cantidad que tienen dos chicas y si se piden dos tés, viene una tetera comunal con agua para dos clientes. No sé a quién se le ocurrió pero como estafa es brillante. Debe ser el único lugar del mundo donde cobrás medio al precio de dos y nadie te rompe la nariz de una piña.
4. Que intenten no entregar factura
El tema es controvertido. Todos sabemos que para tener un local abierto hay que pagar un montón de impuestos y aportes delirantes que nunca vuelven a la comunidad. Da bronca, nadie lo discute. Y no es que uno quiera ser más Don Carlos que Don Carlos, pero… ¿puede ser que en la mitad de los restaurantes no traigan la cuenta, o (lo que es peor) vengan con un ticket “no válido como factura”, una boleta genérica de librería vieja, o un papelito canchero sin ninguna validez legal y que cuando uno pida una factura para rendir los gastos lo miren con mala cara?
5. Que no avisen que el limón es Minerva. Que tengan limón Minerva. Que cobren recargo por limón y encima sea Minerva.
A la mayoría de los restauranteurs jamás se les ocurriría servir jugo Mocoretá de naranja en vez de exprimido, pero sí usan ese líquido espantoso con gusto a neumático que es el limón pasteurizado. Estoy harta de pedir una Coca Cola con limón y que me traigan esa jarrita demoníaca en vez de dos rodajitas recién cortadas y que encima después en el ticket aparezca $2,50 de recargo. Caraduras, planten un limonero en el fondo.
6. Que no te dejen elegir la mesa que vos querés.
Les dicen “hosts” o “anfitriones”, pero la verdad es que el tipo que te recibe en los restaurantes, más que un anfitrión, es un patovica entrenado para negar los boxes o las mesas lindas. Estoy harta de que no me dejen elegir la mesa. ¿Qué culpa tengo yo de que las mesas de dos sean más chiquitas y que los dueños las metan en pasillos, recovecos y otros lugares inmundos cerca del baño? ¿Acaso pago menos por un café si la mesa está en un lugar de paso? ¡Separenlas, rearmenlas, saquenlas, o pongan las mesas justas en los lugares que hay que ponerlas! Seamos 2, 4 o 1500, no queremos cenar al lado de la cocina y oler chaw fan mientras estamos tomando el café.
7. Que se hagan los shoqueados cuando devolvés un plato.
Cada vez que devolvés un plato, el manager o el dueño se acerca a ver si está todo bien, pero si le decís que el chef se olvidó la vinagreta o que el bife sigue crudo (nótese el “sigue”) se hace el sorprendido: “¿En serio? ¡Que raro!”, te dice y te pone cara dudosa. “¿Estás segura? ¿La revolviste?”. Nunca en la vida me dicen que siempre les pasa y que no me preocupe. Siempre me hacen sentir que yo soy una molesta o que tengo visiones, cuando bien saben que el chef se vive olvidando cosas o pueden ver que, efectivamente, la carne no está en su punto.
8. Que ahorren en el aceto y en el aceite de oliva.
Cada vez más restaurantes ponen el oliva y el aceto en coquetas botellas para disimular que lo único original que tienen es el color. Basta con ir a cualquier supermercado chino para verlos: la marca se llama algo de los olivos pero adentro hay aceite de girasol con un poco de oliva y colorante. Lo mismo con el aceto: eso que compran no es aceto. El aceto no tiene gusto a vinagre de alcohol. Prefiero que ofrezcan limón y aceite de maíz con la frente alta en vez de tratar de hacer pasar por algo bueno un aceite de porquería.
9. Que te hagan catar un López tinto y esperen tu veredicto como si fuera un Petrus 2006.
Si compro un vino barato, sé que es barato y punto. No me pidan que haga el ridículo haciéndome el sommelier delante de todo el mundo. Es obvio que lo voy a probar, voy a decir que está ok y listo… ¿Qué esperan? ¿Qué pida un decantador? Un día de estos me voy a cansar, lo voy a hacer girar en la copa, lo voy a mirar contraluz, voy a hacer gárgaras y lo voy a escupir en el piso y me voy a reír yo. Prepárense.
10. Que pongan la música alta.
Cuando voy a comer afuera quiero conversar, leer, descansar. Si deciden poner música —porque quieren crear un clima o porque quieren darle una pátina cool al restaurante— pónganla a un volumen prudente. Si hubiera querido escuchar Los Pericos al palo me hubiese comprado una máquina del tiempo al año 93 y no un combo 4 desayuno.
11. Que los dueños no intervengan cuando hay clientes molestos.
Cada vez que hay un cliente gritando por su teléfono celular, un nene enloquecido que hace espamento, o dos chicas que se ríen y golpean la mesa como animales, los managers miran para otro lado, esperando que otro cliente se acerque a decirle algo. Jamás vi que el dueño de un restaurante le fuera a pedir a un cliente que bajara el volumen. ¿No es curioso? Es su restaurante pero nosotros debemos mediar y negociar con otros clientes como si estuviéramos en la selva, sin normas, sin autoridad. ¡Son ellos los que deben garantizar la armonía, el bienestar y el clima de sus locales! Nosotros somos comensales y estamos ahí para disfrutar, no para trabajar de celadores ad honorem.
12. Que los baños no estén impecables, o que haya olor a baño en el salón.
No hay nada más inmundo que entrar a un baño sucio en el medio de una cena. Los restaurantes siempre aducen que los clientes son sucios y que limpian varias veces al día, pero eso no dura para justificar que no limpian lo suficiente. Yo he pasado ocho horas escribiendo en muchos bares y en todo ese tiempo, jamás vi a nadie entrar a pasar un trapo o a tirar desodorante. Si los clientes son, efectivamente, sucios, limpien más seguido o cambien de rubro.
13. Que insistan con los secamanos automáticos.
En esto voy a ser tajante: sólo un tarado puede estar dos o tres minutos frotándose las manos en el aire. Los clientes no somos el mimo Marcel Marceau y no tenemos ganas de jugar con una toalla imaginaria. Yo entiendo que quieran ahorrarse el papel, pero ese aparato absurdo no es una solución, es una catramina lerda que lo único que hace es apilar imbéciles al lado de la puerta. Prefiero que pongan una señora que dé el papel y que cobre; será abusivo pero al menos no es tan inútil.
14. Que alteren las recetas originales y no avisen.
Cuando yo leo “Ensalada Cesar” en un menú, asumo que es una ensalada César y no una adaptación berreta de lechuga criolla con mayonesa. Si van a reemplazar el parmesano en hebras por queso deshidratado, al menos avísenme. Y lo mismo cuando hay ingredientes de lata o ausentes. ¿Cómo saben que yo no pedí una ensalada específica justo porque quería esas nueces pecán o esos camarones que dice que tiene? ¿No debería decidir yo si todavía la quiero aunque venga sin nueces?
15. Que tomen reservas sólo hasta las 9 de la noche.
Ya sé. Mucha gente hace reservas, los deja plantados, y los restaurantes se quedan con las mesas vacías a las 11 de la noche, y pierden una tanda de clientes. Pero ni en los geriátricos la gente cena antes de las nueve de la noche. Cada vez tienen más reglas abusivas (como ésta, como la cobrar recargo por compartir, como hacerle pagar al cliente el lavado del mantel, como obligarnos a llevar papel higiénico en la cartera) y los clientes estamos perdiendo la paciencia poco a poco. Tener un restaurante implica tomar riesgos. A veces estarán llenos, a veces vacíos. A veces les usarán media botella de oliva a veces no. A veces pedirán tres platos por comensal y a veces compartirán uno entre otros. Entiéndanlo, muchachos: en los negocios a veces se gana y a veces se pierde. Ustedes no pueden ganar siempre.
¿A vos qué cosas te fastidian de los restaurantes?
Fuente: planetajoy.com
¿Es necesario que un restaurante cobre aparte el lavado del mantel y el detergente que usan para los tenedores? ¿No es más fácil prorratear el gasto en los demás precios del menú? La mayoría de la gente considera que $7 de cubierto es un abuso, pero no dirían nada si cada plato y cada postre costara uno o dos pesos más. Es como si yo fuese a un negocio de ropa y me cobraran $260 por un pantalón más $1 de perchero, $4 de probador y $1,50 por cada mirada al espejo. Un disparate.
2. Que cobren extra por compartir los platos.
La nueva avivada de moda en Buenos Aires es cobrarte un recargo si decidís comer un plato a medias. Son cada vez más los restaurantes bravucones que pusieron un impuesto a la austeridad para quienes tengan poca hambre o prefieran abocarse al postre. Si pedís un café de $7 o una Coca de $10 no pasa nada, pero si comés una tira de asado de $42 a medias, tenés $9 de recargo. ¿O sea que si como dos platos yo sola me hacen descuento?
3. Que apliquen la regla del 1,5 como si los clientes fuéramos estúpidos.
No sé si habrán notado que cada vez que dos comensales piden un mismo plato, en vez de venir dos porciones viene una y media repartida en dos platos, o en una bandeja más grande. Si pido dos woks idénticos, el chef no saltea dos porciones de pollo, no filetea dos porciones de champignones, ni pone dos puñados de almendras. Hace un wok más grande y lo divide en partes iguales. De la misma forma, si se piden dos porciones de papafritas, viene una bandeja grande que jamás tiene la misma cantidad que tienen dos chicas y si se piden dos tés, viene una tetera comunal con agua para dos clientes. No sé a quién se le ocurrió pero como estafa es brillante. Debe ser el único lugar del mundo donde cobrás medio al precio de dos y nadie te rompe la nariz de una piña.
4. Que intenten no entregar factura
El tema es controvertido. Todos sabemos que para tener un local abierto hay que pagar un montón de impuestos y aportes delirantes que nunca vuelven a la comunidad. Da bronca, nadie lo discute. Y no es que uno quiera ser más Don Carlos que Don Carlos, pero… ¿puede ser que en la mitad de los restaurantes no traigan la cuenta, o (lo que es peor) vengan con un ticket “no válido como factura”, una boleta genérica de librería vieja, o un papelito canchero sin ninguna validez legal y que cuando uno pida una factura para rendir los gastos lo miren con mala cara?
5. Que no avisen que el limón es Minerva. Que tengan limón Minerva. Que cobren recargo por limón y encima sea Minerva.
A la mayoría de los restauranteurs jamás se les ocurriría servir jugo Mocoretá de naranja en vez de exprimido, pero sí usan ese líquido espantoso con gusto a neumático que es el limón pasteurizado. Estoy harta de pedir una Coca Cola con limón y que me traigan esa jarrita demoníaca en vez de dos rodajitas recién cortadas y que encima después en el ticket aparezca $2,50 de recargo. Caraduras, planten un limonero en el fondo.
6. Que no te dejen elegir la mesa que vos querés.
Les dicen “hosts” o “anfitriones”, pero la verdad es que el tipo que te recibe en los restaurantes, más que un anfitrión, es un patovica entrenado para negar los boxes o las mesas lindas. Estoy harta de que no me dejen elegir la mesa. ¿Qué culpa tengo yo de que las mesas de dos sean más chiquitas y que los dueños las metan en pasillos, recovecos y otros lugares inmundos cerca del baño? ¿Acaso pago menos por un café si la mesa está en un lugar de paso? ¡Separenlas, rearmenlas, saquenlas, o pongan las mesas justas en los lugares que hay que ponerlas! Seamos 2, 4 o 1500, no queremos cenar al lado de la cocina y oler chaw fan mientras estamos tomando el café.
7. Que se hagan los shoqueados cuando devolvés un plato.
Cada vez que devolvés un plato, el manager o el dueño se acerca a ver si está todo bien, pero si le decís que el chef se olvidó la vinagreta o que el bife sigue crudo (nótese el “sigue”) se hace el sorprendido: “¿En serio? ¡Que raro!”, te dice y te pone cara dudosa. “¿Estás segura? ¿La revolviste?”. Nunca en la vida me dicen que siempre les pasa y que no me preocupe. Siempre me hacen sentir que yo soy una molesta o que tengo visiones, cuando bien saben que el chef se vive olvidando cosas o pueden ver que, efectivamente, la carne no está en su punto.
8. Que ahorren en el aceto y en el aceite de oliva.
Cada vez más restaurantes ponen el oliva y el aceto en coquetas botellas para disimular que lo único original que tienen es el color. Basta con ir a cualquier supermercado chino para verlos: la marca se llama algo de los olivos pero adentro hay aceite de girasol con un poco de oliva y colorante. Lo mismo con el aceto: eso que compran no es aceto. El aceto no tiene gusto a vinagre de alcohol. Prefiero que ofrezcan limón y aceite de maíz con la frente alta en vez de tratar de hacer pasar por algo bueno un aceite de porquería.
9. Que te hagan catar un López tinto y esperen tu veredicto como si fuera un Petrus 2006.
Si compro un vino barato, sé que es barato y punto. No me pidan que haga el ridículo haciéndome el sommelier delante de todo el mundo. Es obvio que lo voy a probar, voy a decir que está ok y listo… ¿Qué esperan? ¿Qué pida un decantador? Un día de estos me voy a cansar, lo voy a hacer girar en la copa, lo voy a mirar contraluz, voy a hacer gárgaras y lo voy a escupir en el piso y me voy a reír yo. Prepárense.
10. Que pongan la música alta.
Cuando voy a comer afuera quiero conversar, leer, descansar. Si deciden poner música —porque quieren crear un clima o porque quieren darle una pátina cool al restaurante— pónganla a un volumen prudente. Si hubiera querido escuchar Los Pericos al palo me hubiese comprado una máquina del tiempo al año 93 y no un combo 4 desayuno.
11. Que los dueños no intervengan cuando hay clientes molestos.
Cada vez que hay un cliente gritando por su teléfono celular, un nene enloquecido que hace espamento, o dos chicas que se ríen y golpean la mesa como animales, los managers miran para otro lado, esperando que otro cliente se acerque a decirle algo. Jamás vi que el dueño de un restaurante le fuera a pedir a un cliente que bajara el volumen. ¿No es curioso? Es su restaurante pero nosotros debemos mediar y negociar con otros clientes como si estuviéramos en la selva, sin normas, sin autoridad. ¡Son ellos los que deben garantizar la armonía, el bienestar y el clima de sus locales! Nosotros somos comensales y estamos ahí para disfrutar, no para trabajar de celadores ad honorem.
12. Que los baños no estén impecables, o que haya olor a baño en el salón.
No hay nada más inmundo que entrar a un baño sucio en el medio de una cena. Los restaurantes siempre aducen que los clientes son sucios y que limpian varias veces al día, pero eso no dura para justificar que no limpian lo suficiente. Yo he pasado ocho horas escribiendo en muchos bares y en todo ese tiempo, jamás vi a nadie entrar a pasar un trapo o a tirar desodorante. Si los clientes son, efectivamente, sucios, limpien más seguido o cambien de rubro.
13. Que insistan con los secamanos automáticos.
En esto voy a ser tajante: sólo un tarado puede estar dos o tres minutos frotándose las manos en el aire. Los clientes no somos el mimo Marcel Marceau y no tenemos ganas de jugar con una toalla imaginaria. Yo entiendo que quieran ahorrarse el papel, pero ese aparato absurdo no es una solución, es una catramina lerda que lo único que hace es apilar imbéciles al lado de la puerta. Prefiero que pongan una señora que dé el papel y que cobre; será abusivo pero al menos no es tan inútil.
14. Que alteren las recetas originales y no avisen.
Cuando yo leo “Ensalada Cesar” en un menú, asumo que es una ensalada César y no una adaptación berreta de lechuga criolla con mayonesa. Si van a reemplazar el parmesano en hebras por queso deshidratado, al menos avísenme. Y lo mismo cuando hay ingredientes de lata o ausentes. ¿Cómo saben que yo no pedí una ensalada específica justo porque quería esas nueces pecán o esos camarones que dice que tiene? ¿No debería decidir yo si todavía la quiero aunque venga sin nueces?
15. Que tomen reservas sólo hasta las 9 de la noche.
Ya sé. Mucha gente hace reservas, los deja plantados, y los restaurantes se quedan con las mesas vacías a las 11 de la noche, y pierden una tanda de clientes. Pero ni en los geriátricos la gente cena antes de las nueve de la noche. Cada vez tienen más reglas abusivas (como ésta, como la cobrar recargo por compartir, como hacerle pagar al cliente el lavado del mantel, como obligarnos a llevar papel higiénico en la cartera) y los clientes estamos perdiendo la paciencia poco a poco. Tener un restaurante implica tomar riesgos. A veces estarán llenos, a veces vacíos. A veces les usarán media botella de oliva a veces no. A veces pedirán tres platos por comensal y a veces compartirán uno entre otros. Entiéndanlo, muchachos: en los negocios a veces se gana y a veces se pierde. Ustedes no pueden ganar siempre.
¿A vos qué cosas te fastidian de los restaurantes?
Fuente: planetajoy.com
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