El Tíbet era una nación diferenciada, que mantenía su propio gobierno,
religión, lengua, leyes y aduanas. Con el paso de los siglos, algunas
naciones, incluyendo China, Gran Bretaña y Mongolia, buscaron la manera
de ejercer su control en el Tíbet, con algunos éxitos parciales y
periódicos.
Los juristas internacionales están de acuerdo en considerar
que desde 1.911 hasta 1.949, el Tíbet fue un estado independiente según
las normas contemporáneas. En 1.950 se consumó la ocupación por la
fuerza del Ejército de Liberación Popular comunista de Pekín, comenzando
una época de terror y aniquilación rayando en el genocidio... A partir
de entonces, los tibetanos luchan por reganar su libertad y mantener su
cultura intacta.
El Tibet ha sido un país que ha
sufrido numerosas invasiones por parte de sus vecinos chinos, mogoles
(fueron quienes cedieron el poder a los Dalai Lama), manchúes, nepalíes e
incluso de Inglaterra; en la primera parte del siglo XX se han repetido
los intentos de ocupación del Tibet, por parte de China, que culminaron
con la anexión definitiva en 1949.
Inglaterra, que tuvo grandes
intereses comerciales en la zona, fue mediadora, en un principio, del
conflicto para dejar después las manos libres al gobierno chino. Así, los
ingleses envían sus tropas al Tíbet, en 1904, para contrarrestar la
creciente influencia rusa en la zona. El Dalai Lama huye a Mongolia
permaneciendo en el exilio hasta 1911. En 1906 los ingleses ceden al imperio
chino la soberanía en el Tibet a cambio del pago de una sustanciosa
indemnización. Un año después, los gobiernos británico y ruso firman un
acuerdo de no injerencia en los asuntos tibetanos. Pero los tibetanos no se
resignan a la ocupación china y, en 1912, los expulsan proclamando su
independencia, que se verá teóricamente refrendada dos años después en la
conferencia que los gobiernos británico, chino y tibetano celebraron en
Simla, donde se alcanza un acuerdo sobre las relaciones fronterizas. En 1918
se produce un nuevo intento de invasión por parte china. Con ayuda británica
se acordó una tregua que fue rota con una nueva guerra entre 1931 y 1933,
tras la cual el Tibet tuvo que ceder parte de su territorio. A pesar de todo
el Tibet mantuvo su independencia hasta 1949, en la que se inicia la
invasión definitiva de los chinos tras la revolución maoísta.
LA INVASIÓN DEFINITIVA
En 1949 los nacionalistas de Chang Kai Chek abandonan su
guarnición en Lhasa y la recién nacida República Popular China, liderada por
Mao Tse Tung, inicia una obstinada reclamación territorial sobre el Tibet
proclamando que «irán a liberar al Tibet de los invasores extranjeros y
reintegrarlo a la Tierra Madre». China envía un ejército de 80.000
soldados que impone con facilidad un Acuerdo por la Liberalización
Pacífica del Tibet, el cual confirió a dicho país la defensa y la
representación en política exterior del Tibet dejando la política interior
en manos del Dalai Lama.
Sin embargo, este hecho es sólo un
primer paso en la estrategia anexionista del gobierno de Pekín y, en 1950,
los chinos penetran en Lhasa ocupando definitivamente el país de las nieves.
En 1956 se crea la Región Autónoma del Tibet provocando el
levantamiento del pueblo tibetano y la creación de una guerrilla en contra
de la ocupación y de la política china de instituir comunas populares,
copiadas de las establecidas por el régimen comunista tras la revolución.
Sin embargo, la guerrilla, pobre, desorganizada y mal dirigida, fue
fácilmente aplastada por el Ejército chino. El acto final de la revuelta
popular se produce el 10 de marzo de 1959 con la trágica represión de una
multitudinaria manifestación pacífica por la independencia en la que mueren,
según todos los datos, miles de tibetanos y que provoca la huida del Dalai
Lama y de sus seguidores a Nepal y la India. A pesar de diversas
resoluciones aprobadas por la Asamblea de las Naciones Unidas condenando
estos hechos, la anexión se consuma.
LOS «CUATRO ATRASOS»
La derrota de la resistencia tibetana permitió que los
chinos comenzaran a desarrollar la política que tenían preparada para el
Tibet y que se vino a denominar como la de los «cuatro atrasos»: la religión
(budista, omnipresente en la vida del pueblo tibetano), la forma de vida
atrasada, la cultura y, sobre todo, la forma de pensar de sus gentes.
Cuando las tropas chinas entraron
en el Tibet, el país todavía seguía siendo un territorio alejado e
inaccesible tanto para Occidente como para sus propios vecinos asiáticos. El
sistema gobernante era una teocracia budista y la sociedad tibetana estaba
organizada en rígidas clases sociales, con una minoría de terratenientes que
ostentaban numerosos privilegios, aunque, por supuesto, este hecho no fue el
detonante de la invasión.
La ocupación ha supuesto la
destrucción de monasterios y la reconversión de muchos de estos templos en
sedes oficiales para el Gobierno chino o en centros de negocio turísticos.
El número de monjes budistas ha disminuido hasta el punto de que podrían
quedar en la actualidad sólo un millar. Las denuncias sobre persecuciones,
encarcelamientos y asesinatos del clero han sido reiteradas y hablan bien a
las claras de cómo los ocupantes pretenden resolver uno de los «atrasos». La
prensa occidental, durante estos años de ocupación, ha venido publicando
dramáticas noticias de monjas y monjes que habrían sido obligados a tener
relaciones sexuales en público, el confinamiento de miles de tibetanos en
campos de trabajo forzoso o cómo los locales sagrados han sido convertidos
en establos o graneros, amén de la destrucción de piedras labradas con
mantras (rezos) sagrados, bibliotecas que atesoraban manuscritos
centenarios y la persecución de muchos eremitas que fueron insultados y
ridiculizados públicamente llegándose incluso a torturar a los mismos.
El Tibet, además de tener un
subsuelo muy rico en minerales, detenta una gran importancia económica y
geopolítica: se calcula que un 25% de los mísiles intercontinentales de
cabezas múltiples de China están desplegados en suelo tibetano. El
colonialismo chino se extiende, así mismo, a la utilización del suelo
tibetano, un ecosistema único en el planeta, como vertedero de material
radiactivo y muchos bosques han sido talados de manera indiscriminada para
la obtención de madera que nunca se queda en el país.
LA SOLUCIÓN FINAL
La forma en que los chinos están intentando determinar el futuro de este
pueblo, es otro de los graves problemas —si no el principal— que gravitan
sobre la sociedad tibetana. Los niños tibetanos están siendo educados
férreamente bajo los principios comunistas, lejos de sus tradiciones
culturales. Además, las autoridades del gigante vecino están propiciando la
emigración de miles de trabajadores chinos con la garantía de que tendrán
buenos empleos y salarios, así como destacadas ventajas sociales de las que,
seguramente, no disfrutarían en su país natal. La inmensa mayoría de las
tiendas y negocios están ya en manos de los invasores. La ciudad permanece
dividida en dos comunidades, una próspera y otra pobre —la tibetana—. La
mendicidad es otra lacra: pensemos que los ingresos mensuales medios son de
unos 9 euros. A esta situación se suma la «política» de natalidad impuesta a
la población tibetana, una política que ronda —según todas las noticias— el
genocidio, dado que se fuerza la esterilización de muchas mujeres. Los
chinos, mientras tanto, aumentan día a día su número.
EL BUDISMO
La religión ha estado siempre muy presente en la conciencia
popular tibetana. Comúnmente se dice que en el Tibet se practica el Budismo
Tántrico (tantra significa ‘transformación’), pero en realidad
practican una de las reglas de esta religión, la Mahayana, cuyo objetivo es
la liberación de todos los seres. Esta vía del budismo tiene la peculiaridad
de que antes de que se produzca la liberación individual se debe adoptar el
compromiso de liberar a todos los demás, por largo que sea este camino.
No es de extrañar pues que estas
convicciones del pueblo tibetano choquen frontalmente con las teorías
materialistas del comunismo. Las carreteras, los hospitales, la luz
eléctrica, el nuevo aeropuerto de Lhasa…, no son suficientes para cambiar la
mentalidad ancestral de un pueblo tan impregnado por la religión y lo grave
y anacrónico es que la administración china pretende desterrar, por la
fuerza, las creencias de los tibetanos. Así, son frecuentes las campañas en
contra del Dalai Lama, al que se acusa de todo tipo de crímenes, con el
objetivo evidente de minar la confianza del pueblo en él y, de paso,
intentar desterrar la religión que representa. Las campañas internacionales
en defensa de la libertad religiosa de estas gentes han resultado positivas,
limitando un poco la política represiva de los ocupantes en este terreno.
LA REPRESIÓN POLÍTICA
Las detenciones y encarcelamientos por motivos políticos en
el Tibet continúan. El Gobierno tibetano en el exilio denuncia torturas por
parte del Ejército. China lo niega, pero tiene cerrado el país a cal y
canto. La entrada de periodistas está prácticamente prohibida y los turistas
sólo pueden viajar a unas zonas escogidas, bajo el control de las
autoridades. China, por supuesto, nunca ha reconocido su papel de invasor
del Tibet y mantiene que dicho acto fue la «liberación pacífica de una
región oprimida que siempre había pertenecido a China», «liberación» que,
sin embargo, no permite hablar en su propia lengua a los tibetanos: todos
están obligados a hablar chino.
El Tibet, el «techo del mundo»,
se enfrenta a una dura situación. Ocupado por uno de los países más
poderosos de la Tierra, sus tradiciones ancestrales están siendo atacadas
brutalmente y sus gentes sufren la miseria, la persecución y, en muchos
casos, la muerte. Es otro ejemplo más del colonialismo salvaje (¿hay, acaso,
alguno que no lo sea?) que antaño destruyó numerosas sociedades en América,
África y Asia.
Quizá la apertura de China al
mundo, en un despertar que aterró a Napoleón y que —al parecer— hizo que
pronunciara la famosa frase «Dejad que China duerma; cuando despierte, el
mundo temblará» sea un hálito de esperanza para los tibetanos, pues la
política de este país con el Tibet será inaceptable para la sociedad global
en que ya vivimos. Pero, por supuesto, esto no deja de ser una entelequia:
el futuro del pueblo tibetano depende de su propia lucha y del apoyo de
todas las fuerzas sociales que luchan por hacer un mundo más justo.
Mientras llega ese momento, es
seguro que los tibetanos seguirán esperando, a la sombra del Chomolungma, la
montaña que nosotros llamamos Everest y que marca la frontera entre Nepal y
Tibet, la liberación de todos los seres. Si algo ha enseñado la historia es
que las convicciones no se cambian a base de culatazos.
Fuente: www.margencero.com