lunes, 3 de octubre de 2011

Marc Veyrat

Recibir la calificación que sólo Marc Veyrat ha recibido en las guías gastronómicas más importantes del mundo debe pesar: la perfección es frágil, y el más mínimo error puede resquebrajarla. Pero este chef saboyano y autodidacta la ha mantenido mediante una combinación insólita de audacia y minuciosidad.

¿Será que existe la perfección? Pues según las guías gastronómicas francesas Marc Veyrat es el único hombre que la ha conseguido. Con toda razón expresa su orgullo de tener en su haber 6 estrellas Michelin —3 en cada uno de sus restaurantes— y 20/20 en la Guía Gault Millau, calificación que se otorga por primera vez en la historia de esta guía: “He sido el primer chef que ha conseguido 6 estrellas en su propia casa, no en un hotel de gran lujo”. Al mismo tiempo tiene sobre sus hombros la responsabilidad de conservar estos honores y, basada en mi reciente experiencia en su restaurante, dudo que haya peligro de perderlos.

Lo asombroso es que este cocinero perfecto es autodidacta. Hijo y nieto de campesinos, creció en los Alpes saboyanos en medio de la naturaleza a 1800 metros de altura. Desde niño aprendió a conocer hierbas y flores silvestres, a hacer quesos, a cocinar platos típicos de la región. Los domingos era el día de comer carne: la gallina que ya no ponía o la coneja que ya no criaba terminaba en una cacerola dentro de un horno apenas caliente para cocerse durante tres horas, el tiempo de ir y regresar de la misa mayor. Marc empezó a cocinar en el fogón de su abuela y ha conservado hasta hoy este estilo de cocción lenta.

En 1978 abrió un pequeño bistro en La Croix Fry, un resort de ski de la región, donde servía comida casera utilizando los productos del terruño. Su biblia culinaria fue el libro de cocina de Michel Guérard, el famoso chef de Eugénie-les-Bains.

“Mi cocina está basada en las plantas, traigo la naturaleza al plato”, dice este chef exótico y rebelde, que usa lentes oscuros y sombrero negro de campesino saboyano en lugar de la típica toca de chef. Él mismo va con todo su personal a recoger hierbas y raíces silvestres y combina los sabores de su querida montaña con productos de la región en una cocina inédita, que describe como ambientalista, natural, creativa y muy ligera. Es excepcional el uso que hace de las hierbas, raíces y flores silvestres alpinas, sabores que no se utilizan en ningún otro restaurante. Sus platos son infusiones, mezclas y creaciones de sabores y perfumes delicados que requieren un conocimiento profundo de las plantas y sus características. Usa un mínimo de mantequilla, crema y aceite y sus bases están hechas con reducciones de caldos y emulsiones de verduras.

A pesar de su audacia e intuición a la hora de crear, Veyrat respeta y conserva sus tradiciones campesinas. El comedor está decorado al estilo rústico alpino, en madera natural; los centros de mesa son de musgo, helechos y hongos, una cuna de madera sirve de carrito para los panes, y los platos son todos diferentes, algunos de madera, otros de teja o de barro, en interesante contraste con la elegancia y la sofisticación de la comida y del servicio.

À table
Comer en el restaurante de Marc Veyrat es gozar de un espectáculo lúdico, con una puesta en escena perfecta y un elenco a la altura, para 60 afortunados clientes. Mi comida dominical, disfrutada frente al ventanal con vista a la terraza y el lago, fue sorprendente y deliciosa de principio a fin. Para empezar, el mesero colocó frente a mí un plato grande de madera que contenía una taza con un polvo congelado en el fondo, una mini pizza y una botellita de refresco con todo y corcholata. Siguiendo sus instrucciones, probé el polvo con una cucharita y me supo a bosque. Después vertió encima un caldo de hongos caliente, lo revolvió bien y me indicó que lo bebiera a través de un popote de bambú: una mezcla de sabores de la tierra y del bosque que nunca antes había probado. La delgadísima mini pizza de hongos y jitomates precedió a la soda vera, el refresco que destapó el mesero y pasó a un vaso que tenía melisa y otra hierba de montaña, buena para la digestión.

El menú aconsejaba: “para acompañar este momento irracional, nuestro sumiller Samuel le propone una selección de vinos sorprendentes por copa” y la degustación de vinos de la región resultó estupenda. El surtido de panes hechos en casa era verdaderamente tentador, pero gracias a un sabio consejo que recibí apenas los probé, para llegar hasta el final de la comida, decidí ignorarlos. Hizo falta fuerza de voluntad, pues tanto el pan de cereales como el de azafrán y la mantequilla estaban de película.

A continuación llegó un envase tetrapak con la inscripción “Tartiflette Virtuelle”, cerrado con una pinza de metal. Guillaume, el encantador mesero que me atendió y que por cierto habla español, lo abrió y salió un aroma delicioso. Me explicó que había que comer el contenido con una cuchara sin revolverlo, y me aseguró que disfrutaría todos los sabores de este plato típico de la Saboya a pesar de que no contenía ninguno de los ingredientes tradicionales: papas, tocino, queso Reblochon y cebolla. Fue una experiencia muy interesante paladear algo tan sabroso, y normalmente tan pesado, en su versión sin calorías.

El tercer tiempo consistió en dos tarritos de yogur con foie gras, jalea vegetal y mirra olorosa, una hierba que sólo crece a 1 800 metros de altura —el foie tenía un gusto agridulce y granos de sal al fondo y el Vin de Paille, Côtes du Jura que lo acompañó fue la pareja perfecta—. Seguimos con tres ravioles de verdura: de pepino, de apio y de alcachofas, todos con mousse y vinagretas de distintos sabores?de avellanas, de naranja y de oliva y de limón respectivamente.

Llegó el quinto plato, un huevo “deconstruido”: la yema dentro de una suave corteza de maíz. Al lado, una jeringa mediante la cual el mesero le inyectó una emulsión de comino silvestre. La acompañaba un palito de pan hecho con la clara y el cascarón para sopearlo en la yema, perfectamente tierna y exquisita. Y la magia continuó con un canelón virtual, hecho sin huevo ni harina. Era como un mousse de queso, tan delgado como pasta del canelón, relleno de espuma de chícharos y acompañado de salsa de pimientos rojos.

El séptimo tiempo se componía de tres cuadritos de féra du lac, un pescado de las profundidades del lago Annecy, dorada la piel y la carne término medio, con salsa de benoite urbaine, una hierba que sabe a hongos salvajes y clavos de olor. El siguiente plato fue una rebanada de lubina servida sobre salsa de chocolate blanco, que el mesero barnizó con una salsa de cidronela utilizando un pincel. Las instrucciones eran comerlo con una cuchara, tomando los tres ingredientes a la vez —el chocolate corta la acidez de la cidronela y resulta un trío delicioso.

De sorpresa en sorpresa, llegó una lata de conservas con la leyenda “La conserva de mi padre, el recuerdo del ayer al gusto de hoy”. Al destaparla salió el delicioso aroma del budín de langostinos con salsa de salvia silvestre que contenía.

Los medallones de langosta con bombón de verbena sin azúcar eran dos bocaditos que había que meterse a la boca enteros con los dedos. Adentro, el bombón explotó y bañó la langosta. Extraordinario.

Íbamos ya en el undécimo tiempo, el “té en fusión”, una bolsita de tela dentro de un vaso alto con tomillo silvestre y una botellita como de refresco con jugo de fruta de la pasión. El mesero la vertió y empezó a salir humo. Me indicó que esperara hasta que desapareciera, sacara la bolsita y bebiera el té, un excelente digestivo. Al acercarlo a la boca, todavía sentí subir un gas por la nariz y el sabor era a la vez dulce, amargo y ácido.

El plato de carne fue un pichón laqueado en su punto, suave y rojo, acompañado de una salsa de cacahuates y de un tarro de vidrio con verduras al vapor, al que siguió el tiempo decimotercero, “La sorpresa del chef”, un vasito tequilero con puré de papa tierna, caldo de verduras y jugo de trufa negra. Había que meter la cucharita hasta el fondo para tomar todos los ingredientes, y con un cucuruchito de papel relleno de crema de avellanas, poner unas gotitas encima de cada bocado.

Pensaba saltarme los quesos, pero el mesero me convenció de probarlos; eran todos de la región. Imposible resistirse ante un Reblochon clásico, un Reblochon de cabra y un Tomme de Savoie, acompañados de pan de nuez y de pasas.

Y empezaron los prepostres: una ensalada de kiwi y piña a la verbena con una galleta dulce y tres crèmes brûlées perfumadas: de achicoria, de lavanda y de regaliz, seguidos por el primer postre, un mil hojas de láminas de chocolate oscuro con mousse de chocolate blanco, y el segundo un merengue con almendras relleno de frambuesas y lichis, con sorbetes de los dos sabores en conos de papel.

Las golosinas que acompañaban mi infusión de serpolet (tomillo montañés), “el mejor digestivo que existe”, según Guillaume, eran unos conitos de chocolate blanco y oscuro rellenos de crema de chocolate, colocados en una graciosa base de madera hecha con pequeños troncos y musgo, malvaviscos de fresa y conchitas rellenas de caramelos de sabores de hierbas. La infusión no me pareció sabrosa, pero doy fe de sus cualidades digestivas, importantes después de comer durante tres horas sin parar.

Algún defecto tiene que tener
Me extrañó que no cambiaran las servilletas cuando los comensales se levantaban al baño. Arrugadas y sucias las encontrábamos al volver. Por lo demás, perfecto. El personal, vestido, al estilo típico alpino, es de lo más amable y atento, y hasta el chef sale a la sala a media comida a saludar a sus clientes.

La Maison
de Marc Veyrat
13, vieille route des Pensières 74290 Veyrier du Lac T. 33 (4) 50 60 24 00 F. 33 (4) 50 60 23 63 www.marcveyrat.fr
Cierra lunes y martes todo el día, miércoles, jueves y viernes al mediodía
De mayo a octubre, Marc Veyrat y su equipo atienden a la clientela en La Maison de Marc Veyrat, un lugar idílico a orillas del lago Annecy. Además del restaurante, cuenta con un hotel de 11 habitaciones estilo chalet alpino: madera natural y, como decoración, implementos de labranza y de cocina, y cajones hechos con tela de gallinero que contienen granos y hierbas secas. Los baños, en cambio, son ultramodernos, de mármol negro, con tinas de hidromasaje y regaderas de múltiples cabezas.

La Ferme
de Mon Père
367, route de Crêt 74120 Megève T. 33 4 50 21 01 01 F. 33 4 50 21 43 43 www.marcveyrat.fr
Cierra lunes todo el día, de martes a viernes al mediodía
De diciembre a abril, Marc y todo su equipo se trasladan a la famosa estación de ski de Megève, donde Veyrat tiene su otro restaurante, La Ferme de mon Père, una reproducción de la granja de su padre en su ubicación original. El suelo del restaurante se abre sobre un establo con animales que los comensales pueden ver a través de vidrios dobles. La decoración es tan asombrosa como la cocina. Las 7 habitaciones y 2 suites son, según la guía Michelin, sublimes.

Precios
380 euros el menú y 245 euros por los vinos. A la carta, los platos oscilan entre 75 y 195 euros. No olvide reservar con mucho tiempo de anticipación, pues la clientela, principalmente de habla francesa, llena el lugar cada día.

Cómo llegar
Annecy está ubicada en la región de Saboya, en los Alpes franceses, muy cerca de la frontera con Suiza. El aeropuerto más cercano es Ginebra, a 42 kilómetros, y hay un servicio de limusinas que contrata Marc Veyrat para ir a recoger a sus clientes al aeropuerto. El viaje toma 25 minutos y cuesta 95 euros. Otra manera —por demás hermosa— de llegar es tomar el tren desde París, que va directo hasta la ciudad de Lyon (458 kilómetros en dos horas), y de ahí se dirige hasta Annecy (138 kilómetros en 90 minutos).

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