La capital del estado de Pará es una ciudad
intensa del norte de Brasil, a la que envuelven aguas fluviales y en la
que a diario convergen riquezas provenientes del mar, la selva y las
islas cercanas. Es Belém do Pará, antigua y caótica, de raíz europea y
sangre indígena, de razas demasiado mixturadas y una esencia casi, casi
amazónica.
Desde
la madrugada y hasta las primeras horas de la tarde, el puerto de Belém
parece un enjambre de gente comprando y vendiendo los frutos del río.
Luego el lugar se acalla y aparece el perfil de la Cidade Velha. Autor:
Xavier Martín.
Sus colores son vibrantes y en cuanto
uno cree que es capaz de identificarlos, aparecen nuevas especies y
formas. Por lo general, tienen un sabor intenso, un poco agrio, que hace
estremecer todo el cuerpo y dejan huella por largo rato en el paladar.
No tratan de complacernos y recién se empiezan a disfrutar cuando
dejamos de compararlos con lo conocido y permitimos que nos lleven a lo
nuevo que traen en su interior. Exactamente lo mismo pasa con Belém.
La llaman Belém do Pará, por el estado
del que es capital, y usa nombre y apellido aún coloquialmente. Está más
al norte que la mayoría de las localidades que la gente nombra cuando
dice que estuvo en Brasil. Eso ocurre porque no es parte del famoso
Nordeste (pronunciado nordeschi) ni se la reconoce como a la amazónica
Manaos.
En Belém no hay mar sino ríos, el Guamá y el Guarajá,
que la bañan y nutren. Por ellos llegan cada día, desde las islas, la
selva y el mar abierto, un enjambre de embarcaciones, frutos,
artesanías, aves y pescados magníficos que coronarán sus manjares.
La historia de Belém do Pará empezó en 1616 cuando, en tierras de los indios Tupinambás,
los portugueses instalaron un fuerte cuyas ruinas se preservan hoy en
el complejo Feliz Luzitania. Ese fue realmente el primer nombre de la
ciudad, que por su estratégico lugar, le tocó ser vigía de posibles
invasores franceses, británicos u holandeses, centro de operaciones
jesuita en la región y luego puesto de control de los productos exóticos
que Europa demandaba por necesidad, curiosidad o ambas.
Belém también supo de la época del oro del caucho,
que se extraía de la selva y sostenía la pujante industria automotriz a
finales del siglo XIX, antes de que fuera sustituido por el plástico.
Como en Manaos, de esos años han quedado joyas de la arquitectura,
algunas recuperadas y destacadas, como el Teatro de la Paz, otras semiocultas tras la cosmética cotidiana de una ciudad que crece arrebatada por su clima ecuatorial.
La temperatura, que a lo largo del año
varía de mucho a muchísimo calor, marca su fisonomía y su carácter. La
música es sensual, la ropa mínima, los colores estridentes, los olores
inevitables, las dimensiones absurdas, las lluvias poderosas y breves.
La imagen de control civilizado sobre la Naturaleza que le puede dar el
cemento se desbarata con el tendal de mangos que cae sobre las aceras
con cada chaparrón, la desmesura de los troncos que minimiza cualquier
construcción humana y el trino de las aves que compite con bocinas y
ruidos citadinos. Y, allí nomás, en la selva cerrada, el río que
desciende potente y opaco.
Sus habitantes se parecen al paisaje. En el trajinar urbano hay una mezcla de razas donde se adivina la inmigración portuguesa, las camadas de esclavos negros y la importante inyección de población japonesa,
que ya lleva 80 años. Las actividades sociales y domésticas ocurren en
la calle o dentro de casas donde puertas y ventanas están abiertas de
par en par, casi lo mismo que estar afuera.
Una vez por año, el segundo domingo de octubre, la población de Belém se duplica y dos millones de católicos asisten a una de las mayores procesiones religiosas de Brasil, el Círio de Nazaré.
Desde hace más de 200 años, ese día una marcha masiva acompaña a una
pequeña estatua de la Virgen en su camino de la Catedral da Sé a la
Basílica de Nazaré.
Excepto por los edificios del centro, es
una ciudad baja que se recorre con facilidad a pie, en taxi (por la
noche o en las horas de calor sofocante) o a través de su fluida red de
colectivos. No importa cuánto haya estudiado el trayecto, siempre
terminará dependiendo del cordial asesoramiento de quien encuentre a
mano y que por lo general no hablará inglés ni portuñol, pero sonreirá,
ayudará y volverá a sonreír.
Durante nuestro viaje, la abundancia,
casi el derroche, de buenos samaritanos compensó con creces la desazón
que nos provocó la falta de mapas claros, indicaciones ciertas y
señalización formal en medio del sonoro caos, permanente y feliz, en el
que nos sumergió Belém.
¿Ningún taxi (disponible, se entiende)
se apiada de las señales de quien se derrite bajo el sol del mediodía?
Un agente detiene por completo el tránsito e indica a la pasajera que
ascienda a uno. ¿El turista enmudece en el mostrador de las famosas
heladerías Cairú, repasando las opciones tentadoras –pero imposibles de
decodificar– de sabores? Un encantador empleado ofrece “experimentar”
(recuerde esa palabra, tiene efectos sorprendentes cuando se menciona en
Belém) y colma una cuchara con cada gusto. Pueden ser cinco, diez o 15
cucharas. Y puede hacerse más de una vez, damos fe.
Un ciclista desconocido nos salvó de un
posible asalto, cuatro cuadras detrás de São José Liberto (no adentrarse
en esa zona hacia el río); un émulo de Bob Marley enseñó al fotógrafo
de LUGARES a tocar carimbó si le mandaba luego una foto; una colegiala
me rescató y acompañó hasta encontrar el hotel; un paseante nos alertó
de los espíritus que acechaban en el Jardim Botánico… y la lista podría
seguir. Porque conocimos Belém a través de gente anónima y personas como
las que engarzan ahora nuestro relato.
Priscila
Su posada no tiene
cartel en la puerta y la forma más directa de llegar es conduciendo tres
cuadras a contramano, como lo hacen sin titubear los automovilistas en
cuanto oscurece (sólo una muestra de la libertad de interpretación de
las reglas de tránsito).
Nacida y criada en Belém, la veinteañera Priscila Barata y su marido Roberto instalaron la Ecopousada Miriti en lo que fuera la casa de su infancia. La idea era desarrollar un segmento que prácticamente no existe en Belém: un hospedaje céntrico, de menos de 20 habitaciones, celosa vigilancia de la limpieza y el cuidado ambiental.
Casi todas las mañanas, Priscila baja al mercado Ver-O-Peso,
tal como hacen las amas de casa, los comerciantes y cada turista que
pone sus pies en Belém. Nosotros fuimos cuatro veces en cinco días.
Funciona desde 1625 y parte de su estructura fue traída de Inglaterra. Dice ser la feria abierta más grande de América Latina
y en los dos mil mostradores que bordean el muelle, el río vuelca sus
más preciados productos –animales, vegetales, artesanías– que, con ritmo
febril, se comercian desde la madrugada hasta las primeras horas de la
tarde.
La escena puede parecer confusa al
principio, pero Ver-O-Peso mantiene un orden y disciplina notables,
donde cada cosa está clasificada por sector y los horarios se respetan
con la misma puntualidad con que al mediodía toca la sirena y todos,
vendedores, compradores, curiosos y ladronzuelos, se persignan.
Rubinho
Suyo fue el primer “cartão” (tarjeta) de
los muchos que acumulamos en una semana. Nos lo entregó luego de
recogernos con su taxi en el aeropuerto a la medianoche, mientras
tratábamos de adaptarnos al aire hirviente que nos envolvía.
Nunca abandona una sonrisa sutil. Saluda
a los clientes por su nombre, que no olvida, y da la mano con firmeza.
No habla mucho, pero aporta datos precisos: “El único lugar para cambiar dólares fuera de los horarios hábiles es la banca de Avine”,
el quiosco en la Plaza de la República. Seis días tratando de refutarlo
terminaron por demostrar que todos los consejos de Rubinho eran
ciertos. Con la misma seguridad habla de política y, si mantiene la
puntería, tendremos Brasil para rato.
Cuando no está haciendo algún traslado en forma particular, se instala en la parada de la Plaza de la República tomando
coco helado, la bebida más común cuando no es cerveza, con otros
taxistas. El lugar es clave, porque es un punto neurálgico, sobre todo
el domingo.
Desde el alba, los domingos empiezan con
café con leche y tapioquinha para los que madrugan o pasaron la noche
allí. Mientras, como un dominó se va levantando un contorno de puestos
donde ofrecen ropa, antigüedades, artesanías, mascotas, tatuajes, libros
usados, esencias curativas, juguetes, celulares, tuppers, jueguitos
electrónicos, comida, jugos, etcétera, etcétera.
En el centro de la plaza, un grupo toca y
baila la música más popular, el carimbó, pegadizo y más coral que como
suena en los espectáculos. Más allá, niños, niñas, señoras y señores
bailan capoeira. En uno de los lados de la plaza, solemne ante tanta
irreverencia, se yergue el Teatro de la Paz, como recortado de una ciudad europea para instalarse desde el siglo XIX en medio de esta fiesta.
Raimundo Filho
Su tarjeta se sumó a la pila, pero ésta,
además del nombre y el teléfono, decía “Jesús te ama”. Frases
religiosas se leen en muchos de los barcos que se agolpan en la costa
formando un tapiz ondulante. Uno se termina acostumbrando, porque están
inscriptas también en los portales de las casas, los negocios y hasta
los carritos de comida al paso.
Pero Raimundo la incluyó en la tarjeta
porque es su única infraestructura. Él y sus colegas, identificados con
camisa azul eléctrico, caminan por la desaliñada estación fluvial de
pasajeros ofreciendo boletos a Manaos con escala en Macapá, Santarem y Jari.
Conoce a su clientela y sabe que si no
es un isleño que recorre ese trayecto de cinco días de río como quien va
y viene de la oficina, posiblemente se trate de alguno de los
mochileros que han cruzado medio mundo para poder realizar esa travesía
mítica.
De la Estación Rodoviaria, así como de alguno de los varios muelles de Icoarací, a 18 km de Belém, sale la mayoría de los barcos
de pasajeros que circula entre la capital paraense y las ciudades que
asoman desde la selva, río arriba. Para ellas, el agua es la única
autopista. Y los puertos, la única vía de ingreso.
Los barcos no son tan pintorescos como
las réplicas de madera que venden los artesanos, pero son sencillos y
prácticos: enormes embarcaciones techadas, sin paredes. Las que van a
Marajó –la gran isla de enfrente– o al Amazonas pueden transportar más
de mil personas, con ganchos para colgar las hamacas cuando es más de
una jornada de viaje.
A unos 300 metros de la estación fluvial está la elegante Estação das Docas, un antiguo puerto reciclado que parece un calco del Puerto Madero porteño. Allí hay agencias de turismo y empresas fluviales
que ofrecen excursiones y paseos en barcos con dormitorios y camas.
Impecable y bien custodiada, en la Estação Das Docas están los restaurantes más famosos de Belém, dos sucursales de la imperdible heladería Cairú, bares donde se toma cerveza a toda hora y, los fines de semana, espectáculos gratuitos al aire libre.
El río gana en la costa, pero la selva
es reina y señora en parques salpicados por Belém, por donde circulan
más lugareños que turistas. El Jardim Botánico Rodrigues Alves
está algo descuidado, pero parece sacado de un libro de ficción por sus
laberínticos pasillos de donde surgen construcciones ornamentales,
jaulas con animales, plantas fantásticas y teléfonos públicos que
funcionan. Una versión de flora y fauna amazónica más prolija está en el
Museo Emilio Goeldi, en plena tarea de actualización.
Eneas
Tiene el cuerpo pequeño y bruñido que viste un gastado conjunto de pantalón corto, remera y ojotas. Trabaja como guía en Marajó,
de donde salió sólo una vez en sus 36 años de vida, cuando cruzó al
continente para hacerse un tratamiento médico. El recuerdo de haber
dejado la isla es lo único que lo pone serio; si no, Eneas ríe, ríe de
todo y casi todo el tiempo.
Y quienes lo escuchan ríen sin saber por
qué. Él ni se da cuenta del efecto que produce y menos aún de la
perplejidad en que nos deja cuando coloca un pendrive en la radio del
auto para escuchar música o ver videos, cuando opina sobre redes
sociales y teclea su celular de alta gama. No conoce el mar y lo admite
sin remilgos; señala las olas de río que rompen en la playa de arena que
parece azúcar impalpable y sentencia que no necesita nada más.
Maneja el auto como una flecha, apurado
por aprovechar los horarios de la lancha que traslada los autos por el
río que divide Soure de Salvaterra, los dos principales poblados de la
isla, y mostrarnos al menos parte de la isla, que ocupa 50 mil km2. Sólo
desacelera al cruzar las manadas de búfalos que pastan mansamente en
los campos, las ciudades y los caminos.
Marajó es el principal centro turístico de Pará
y arranca suspiros cuando se lo menciona en Belém. Divide sus
atractivos entre la playa, que se aprovecha desde hoteles sin lujo pero
con pileta y servicio internacional, y las estancias, tierra adentro,
que alojan e instruyen sobre la cría de los búfalos. Los animales
llegaron a Marajó por algún barco encallado, según reza la tradición, y
hoy acarrean, arrean, alimentan y abrigan el día a día de la isla.
Eneas nos mostró, en tiempo récord, una
barraca donde nos explicaron el proceso de curtiembre y trabajo del
cuero para producir zapatos y carteras en el plazo de dos meses.
En Soure, nos llevó al taller de Carlos Amaral, uno de los artesanos que ha hecho tan famosa la cerámica del lugar, aunque tiene más puestos de venta en el continente que en la isla.
Carlos moldea el barro con las manos, mientras sus pies hacen girar el torno y, sin levantar la mirada, explica los símbolos, muestra sus hallazgos arqueológicos y relata las anécdotas detrás de las fotos con Sonia Braga y otras visitas famosas a su taller.
De noche en la playa, la brisa del río
nos da la primera tregua al calor del día. Sin una sola luz en el
horizonte ni otro sonido que el agua tibia que baña nuestros pies, uno
entiende de qué habla Eneas cuando sufre partir.
Claudia
Conocimos a Claudia Aragão el último día. A cargo del servicio de información turística de Pará,
dulce pero firmemente nos tomó examen de lo recorrido y probado durante
la semana transcurrida en su estado, para corroborar que nada
indispensable quedara afuera. Es evidente que, además de cumplir con su
trabajo, es fanática de Belém y lamenta de corazón que nos hayamos
perdido el tranvía que recorre el centro histórico, el bondinho, ni visitado el Centro de Convenciones Hangar.
“A las convenciones le debemos el nuevo rebrote de la inversión
turística, que se traduce en nuevos hoteles, como el Crowne Plaza o la
actualización de los existentes”, comenta.
Está segura de que el Belém que vimos es sólo el principio del polo que está surgiendo gracias una fuerte promoción.
Cidade Velha, la parte
vieja de la ciudad, muestra el trazo firme de una ciudad que quiere
sacar a relucir sus tesoros. La fuimos recorriendo a picotazos, pero la
mejor manera de conocerla sería calzarse zapatos cómodos y empezar desde
el puerto de pescadores por los dos museos, el de Arte Sacro y el del Círio, donde se exhiben en forma teatral piezas bellísimas y se explica claramente gran parte de lo que se verá luego en las calles.
Lindante está el complejo Feliz Luzitania, que incluye los restos del fuerte original de la ciudad y un complejo cultural –la Casa de las Onze Janelas–, donde hay muestras temporarias y una rambla donde dejarse hipnotizar por el río. Enfrente, la recién remodelada Catedral y, serpenteando sus callejuelas, iglesias centenarias que se están remodelando o lo estarán pronto. Ya en el otro extremo, el antiguo puerto de Guamá, con su banco exclusivo para taxistas en la puerta y, el Mangal das Garças, un solaz de aves y mariposas.
Alejado algunas cuadras, el nuevo Pólo Joalheiro –en lo que fuera el antiguo presidio de São José Liberto– reúne al Museo de Gemas del Estado y la Casa del Artesano, donde se venden artesanías originales, las más lindas que vimos después de la feria dominical de Plaza de la República.
El trayecto de cruzar la Ciudad Vieja insumirá casi todo el día y al menos media docena de botellas de agua o cocos helados. Si uno está con suerte, puede encontrar algún puesto callejero de abacaxi recién desembarcado de las islas.
Si en la ciudad no llegara a toparse con
ellos, puede ser que los encuentre más cerca del puerto o, sin duda, en
Ver-O-Peso: el rito es el mismo. El vendedor deja que uno elija el que
quiere por el olor y en un santiamén lo pela y corta en el aire con el
machete. El sabor inicial se parece al de nuestras latitudes, pero en
la boca se deshace mucho más dulce, jugoso y refrescante. Si las demás
frutas no lo lograron, ahí Belém habrá dado el último y certero zarpazo
para conquistar nuestro paladar y, con él, nuestra alma.
Por Encarnación Ezcurra
Fuente: lugaresdeviaje.com
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