lunes, 28 de noviembre de 2011

Historia y leyenda de Tenerife

La Historia de las Islas Canarias están presentes, desde siempre, en la leyenda, como aquellas tierras míticas que se encontraban más allá de Las Columnas de Hércules, del estrecho de Gibraltar, camino del Mar Tenebroso.

Aquí situaron muchos autores clásicos el Paraíso, los Campos Eliseos o el Jardín de las Hespérides, aunque uno de los primeros testimonios fiables sobre las islas se lo debemos a Plinio, que en el siglo I, nos habla de una expedición enviada por el mauritano rey Juba hacia las islas, de la que le llevaron, como recuerdo de la aventura, unos enormes perros de los que se deriva el nombre del archipiélago: Canarias, de can o canes.

Hay, todavía, soberbios ejemplares de una raza autóctona de perros de presa isleños, de fiero e impresionante aspecto, llamados verdinos (o bardinos, según las islas).

No es de extrañar que, en las primeras narraciones legendarias o históricas, sobre Canarias, se hiciera, casi siempre, mención a Tenerife, a la que se denominó también Nivaria, puesto que, en estas latitudes, la estampa de una enorme montaña nevada, visible desde muchos kilómetros a la redonda, emergente por encima de las más elevadas nubes, debía impresionar vivamente a aquellos antiguos navegantes.
Las islas, hasta su conquista por los europeos, que se prolongó a lo largo de casi todo el siglo XV, estaban habitadas por una población, posiblemente de origen norteafricano, sumida en el paleolítico, aunque con ciertos atisbos de una cultura ligeramente superior en lo que se refiere al aspecto religioso y artesanal.

Los guanches -moderadores prehispánicos de Tenerife- vestían toscamente con pieles y todo apunta a que ignoraban el arte de la navegación.

Sin embargo, enterraban cuidadosamente a sus muertos, momificándolos, con técnicas muy eficaces, en algunos casos, y tenían un gusto especial por los adornos.

Trabajaban el barro, si bien desconocían el torno, y sus lanzas -añepas- acababan en afiladas puntas naturales de piedra volcánica.

Muchos autores antiguos -y aún algunos modernos - opinaban que las Islas Canarias serían los restos visibles y más elevados de un continente hundido: La Atlántida.

Y los guanches serían los descendientes de los atlantes. Los hijos y nietos de los habitantes de las montañas de aquel legendario mundo, que de pronto, tras la hecatombe, se habrían visto transformados en isleños a su pesar.

La incapacidad marinera de estos pueblos y la falta de comunicación entre islas que, sin embargo, se divisan entre sí a simple vista, además de la enorme estatura de algunos guanches -si hemos de dar crédito a ciertos testimonios, los gigantes menudeaban en las islas-, hacían atractivas estas hipótesis escasamente científicas.

Cuando los conquistadores españoles llegaron a Tenerife, la isla estaba repartida en nueve pequeños reinos o menceyatos, al mando cada uno, de un monarca o mencey, a quién asesoraba una asamblea de ancianos.

La piratería en Canarias

El descubrimiento de América y la penetración europea hacia el Indico a través de la costa occidental africana convierten a las Canarias en una encrucijada de las rutas marítimas. Apenas avanzado el s. XVI comienza el tráfico naval entre las colonias españolas de ultramar y la metrópoli. Los barcos regresaban cargados de tesoros y especias, y sus rutas tenían que pasar forzosamente entre las Azores y Canarias; de esta forma, los mares de las islas son lugares de espera para las flotillas piratas.

La piratería en aguas Canarias empieza en el primer tercio del s. XVI, toma inusitada actividad hacia su final, y continúa durante todo el s. XVII y XVIII, hasta su ocaso en la primera década del s. XIX.

Fuente: tenerife-abc.com

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