viernes, 23 de octubre de 2009

Cocinas y mesas con tradición, Salta


La cocina salteña tiene una marcada personalidad forjada, por una parte, con el mestizaje de las dos principales corrientes que formaron la sociedad criolla: la española y la indígena; por otra, con el gusto de mantener las tradiciones culinarias a pesar de ir incorporando elementos nuevos a la dieta cotidiana.

Esa personalidad está encuadrada en el marco regional andino, manifestando los vínculos que en los siglos de bonanza económica colonial ligaban a Salta con el Alto Perú y con la metrópoli virreinal, Lima, que por entonces intentaba imitar los esplendores de la corte madrileña. Los comerciantes salteños que hicieron fortuna llevando tropas de mulas hacia allí, volvían trayendo no sólo dinero, sino también noticias, costumbres y objetos de un incipiente lujo, entre ellos buena indumentaria, vajilla y recetas de excelentes manjares.

Años después de la Guerra de la Independencia, la hospitalidad cotidiana se hacía más refinada en ocasiones de fiestas o cuando se recibían viajeros distinguidos, varios de los cuales dejaron testimonio admirado de los agasajos de que fueron objeto. Hemos dado cuenta de ellos en otro lugar.

Un rasgo significativo es que el gusto por las comidas tradicionales ha permanecido y perdura todavía en todos los sectores sociales. Uno de los motivos es que generalmente fueron creaciones populares a base de ingredientes económicos y accesibles, aunque se hicieran versiones con agregados más sofisticados. El motivo decisivo, sin embargo, es que son riquísimas, y aun en sus formas más sencillas, son un compendio de sabores y olores altamente placenteros.

Sabores con memoria

Desde los más antiguos testimonios, la presencia de los ingredientes regionales es constante: maíz, papa, zapallo, carne –blanda o en charqui-, grasa pella, combinados de diversas maneras y condimentadas con ají, comino, pimentón.

Cuenta Francisco Centeno que, cuando había sequía en el Valle de Lerma (parte sur), se hacían misas de rogativas. Si no estaba disponible el cura de Cerrillos, se traía un fraile franciscano. Esto daba motivo a las "familias patricias y esclarecidas" para hacer sociabilidad. Concurrían en "bulliciosas caravanas las que, debido a su inclinación a la hospitalidad, buscaban el trato de las gentes ilustradas".

En dichas ocasiones se comía "a lo bodas de Camacho" , según la pintoresca caracterización de Centeno: "tierno cabrito, gordo lechón cargado de especies, fresco pescado tomado en sendos laces en el próximo Arias, río que después de bañar los pies de la Sevilia argentina, corre siempre recostado a las imponentes montañas de Levante; gallinas, gansos y patos, pasteles y pastelillos de cien hojas embebidas en miel de colmena criolla, para cuyos almuerzos y comidas no se dejaba de degollar el clásico, campante e hinchado pavo, de luengo y colgante moco y rojo gañote".

Seguramente se servirían también empanadas, tamales, humitas, pastel de choclo –en su versión más fina, con sabores dulces, yemas y canela, o en la más sencilla con frituras y zapallo-; un buen puchero, locro o guaschalocro. Como algo muy especial se preparía la preciada gelatina. Quizá asentarían todo con un buen caldo de gallina. Las famosas empanadas salteñas –tanto que de aquí al Perú las llaman simplemente "salteñas"- "que por chorrearse había que comerse con cuidado", como cuenta Alberto Delac , y que todavía hoy por ese motivo se dicen "de piernas abiertas".

Otras comidas portadoras de memoria de fiestas en las casas de campo, o de sencillos almuerzos familiares: la guatia –a veces sólo la cabeza "guatiada"-; la carbonada –con o sin arroz o pelones-; chanfaina; charquisillo o chatasca; choclo asado al rescoldo o choclo con queso; picante de gallina o de panza; sasta (que se dice sajta) de charqui o de zapallo; api zapallo; frangollo; tulpo; cuchoca; patasca. ¿Quién recuerda la achoscha, tan escasa ahora? La nutritiva quinua (o quinoa) con que se alimentaban los indígenas, vuelve a consumirse en estos días en formas diversas.

El charqui fue la forma más usual de conservar la carne cuando no había heladeras; muy práctico para las largas jornadas de pastores y arrieros: lo llevaban molido y guardado bolsitas en bandolera, como lo hacían mucho antes los correos del Inca. El "caldo ‘i charqui" se preparaba con sólo hervir agua y echarle un puñadito de las sabrosas fibras.

A la hora de los postres, nuestros mayores gustaban los dulces –generalmente caseros- de cayote, membrillo, cuaresmillo; machacao de duraznos o miel de caña acompañados con un fresco quesillo; compotas de pelones, orejones o frutas de estación; leche planchada, arroz con leche, llusllo (cuajada fresca con miel), mazamorra, buñuelos de viento bañados con almíbar o miel.

En la mesa festiva, ambrosía, huevos quimbos, turrón, alfajor salteño. En los casamientos, la inigualable pasta real. Y luego, las exquisitas masas –que llamaban "fruta seca"- acompañando los licores, o más tarde el chocolate, té o café de la merienda: colaciones, gaznates, borrachitos, alfajorcitos, pequeños turrones; suspiros, capitas, tortas de leche, pan de mujer, pan dulce, caramelos, muñecos de orejones, pasas de higo, nueces confitadas, manzanas charqui, rosquetes, todo hecho primorosamente por manos femeninas.

Las comidas estaban bien regadas con vino de Cafayate, aloja, añapa, aluco, chicha, guarapo, arrope, aguape, quirusilla, ulpo, y los sabrosos sorbetes de limón, naranja o frutas de estación. Delac menciona el "rosolio (bebida a base de alcohol y esencia de rosa, coloreada con anilina roja)". Podía calmarse la sed también con agua de canela o de menta.

Delicias de ayer que hoy se disfrutan con el paladar y la memoria, que el salteño que vive lejos añora y que el forastero anhela conocer, ya advertido de sus virtudes. Sabores que vale la pena conservar, aunque no se desdeñen las innovaciones y las exquisiteces de otras latitudes. Cosas ricas del vivir y compartir una buena mesa con buena conversación –como encontraban los antiguos viajeros- brindados con proverbial cordialidad.

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